lunes, diciembre 9, 2024
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Cuba, sin miedo a nadie ni a nada. Por Ernesto Che Guevara

En mi sección Futuro inmediato, de la más reciente emisión de La pupila asombrada, dedicada a recordar los hechos del 27 de noviembre, cité dos fragmentos del discurso del Comandante Che Guevara en el noventa aniversario de ese crimen del imperio español contra la juventud cubana.
Reproduzco acá íntegramente ese discurso de uno de los más constantes luchadores antiimperialistas de todos los tiempo, quien se despidió de Fidel y del pueblo cubano definiendo como «el más sagrado de los deberes: luchar contra el imperialismo donde quiera que esté»

Queridos compañeros: Nos reunimos hoy en esta escalinata, que es como un símbolo de la Universidad, en esta escalinata de lucha y recuerdo, con el nuevo espíritu de las juventudes cubanas y con el viejo espíritu de decisión de este pueblo, para tener un minuto de recuerdo a los mártires inmolados hace noventa años en La Habana.
Hace tanto tiempo ya, que la figura de aquellos casi niños mártires se ve empalidecida. Su recuerdo ha quedado sólo como el símbolo de la bestialidad, pero es bueno recordarlo para que el pueblo tenga presente siempre lo que le espera si por algún motivo de vacilación, por alguna catástrofe inimaginable volviera el poder colonial o el poder imperial a gobernar Cuba.
En aquel año hacía ya tres que se combatía por la libertad. Ya el pueblo conocía los nombres mil veces gloriosos de Antonio Maceo o de Máximo Gómez; ya en aquellos tiempos Martí había precedido a los jóvenes estudiantes en el camino de la cárcel. Por todos lados la insurrección avanzaba y el pueblo de Cuba luchaba con ardor por su libertad.
Los Voluntarios, que fueron la primera versión de los «Tigres» de Masferrer, quizás corregida y aumentada, eran los dueños de La Habana y los dueños de todas las plazas fuertes donde el poder colonial podía estar seguro. Y en aquellos tiempos necesitaban ensañarse con alguien en la ciudad; necesitaban demostrar el poder de aniquilamiento que tenía la colonia española.
Y aquellos «bravos» Voluntarios, que asesinaban niños, que mataban negros cazándolos como fieras, buscaron estudiantes, todos ellos cubanos, muchos hijos de españoles, para demostrar su odio contra todo lo que era este país.
Todo el incidente comenzó porque un profesor faltó a sus clases y algunos muchachos empezaron a jugar arriba del carro fúnebre que llevaba algunos cadáveres al necrocomio. Eso sucede y ha sucedido entre estudiantes desde que se levantó el velo de la religión y empezaron los estudiantes a trabajar directamente con cadáveres humanos. La juventud no se doblega ante la muerte y juega con ella; es irrespetuoso, es cierto, pero todos ustedes, los que hayan iniciado la carrera de medicina, conocen que eso es así.
Parece que uno de los estudiantes, al pasar, arrancó una flor del cementerio. Esos fueron los delitos cometidos tres o cuatro días antes del 27 de noviembre de aquel año.
El día 26 se presentó un capitán español, y ante la presencia del profesor llevó presos a todos los alumnos; a todos menos a uno, menos a uno que se llamaba Smith y era norteamericano, porque ya desde aquella época los norteamericanos sabían mandar en los territorios poblados por gente «inferior». Después se liberó a otro, porque era peninsular y Voluntario. Todos los demás fueron a parar a la «jaula», como se llamaba la cárcel, el calabozo.
Apenas en un día y medio se perpetró todo el horror jurídico de aquella farsa y fueron condenados dos veces los estudiantes. La primera vez, condenados por profanar una tumba, la tumba de un «ilustre Voluntario luchador contra la insurrección», pero que además de todo eso constituía una acusación falsa. Por esta acusación, el código de aquella época condenaba a unos cuantos días de cárcel y unos cuantos días de multa. A pesar de todo, el primer tribunal condenó a los estudiantes a esa pequeña pena, pero los Voluntarios –es decir, los Tigres– exigieron más. Se amotinaron; hubo motines de las bestias pidiendo sangre humana.
Y no solamente se cobró en esos días la sangre de los estudiantes fusilados. Como noticia intrascendente que aún durante nuestros días queda bastante relegada, porque no tenía importancia para nadie, figura en las actas el hallazgo de cinco cadáveres de negros muerto a bayonetazos y tiros. Pero de que había fuerza ya en el pueblo, de que ya no se podía matar impunemente, dan testimonio el que también hubiera algunos heridos por parte de la canalla española de esa época.
Los Voluntarios exigieron más y se hizo un nuevo juicio. Y en este nuevo juicio hubo cinco condenados a muerte. Uno, el muchacho que había recogido la flor y que lo confesó; cuatro más que habían subido al vagón de los cadáveres. Pero el pacto secreto era de ocho, y entonces tres estudiantes más fueron sorteados, y así se hizo el número de ocho.
Yo les voy a leer un párrafo de un folleto donde Valdés Domínguez, el gran amigo de Martí, al que le tocaron seis años de cárcel en este mismo juicio, escribiera después:

«Véase ahora cómo el Consejo designó a los que debían sufrir las penas. En primer lugar, ocho debían fusilarse. Alonso Álvarez de la Campa mereció primeramente la sentencia: había cogido una flor en el cementerio, lo había confesado así; Anacleto Bermúdez, José de Marcos Medina, Ángel Laborde y Pascual Rodríguez siguieron en el decreto de los jueces a Álvarez de la Campa: habían jugado en el carro, lo habían declarado así, se habían ratificado en su declaración.
Pero faltaban tres. Se sortearon y el azar respondió a aquella acusación espantosa con los nombres de Carlos Augusto de la Torre, Carlos Verdugo, y Eladio González. La suerte señaló el nombre de Carlos Verdugo y el Consejo sabía no sólo que no había estado en San Dionisio el día 23 –que es el día del cementerio, del episodio de los carros–, porque Verdugo lo había dicho así y todas las declaraciones lo decían, sino que había llegado de Matanzas, pocos minutos antes de prenderlos el día 25.
¿Habrá aún quién se atreva a afirmar que aquel Consejo fue legal? Yo no quiero tener nunca todo el valor que es necesario para tanto. Quedábamos aún 35, poco se discutió para fijar nuestras penas, 12 fuimos sentenciados a 6 años de presidio, 19 a 4 años, y los cuatro restantes –dos peninsulares y dos demasiado niños– a seis meses de encierro menor.»

Este fue el resultado final del juicio en que se pedía sangre de cubanos, y esa es la significación que tenían estos ocho compañeros estudiantes, ser sangre de cubanos inmolada para demostrar el poderío español, el poderío de la metrópoli española, el poderío de la colonia, el poderío de la raza superior sobre las razas aborígenes o menos puras por la mezcla o por el clima quizás.
Y aquellos jóvenes no eran culpables de nada, no se les puede llamar exactamente héroes, sino, más bien, mártires. Eran estudiantes acomodados, porque en aquella época los estudiantes tenían que ser de familias acomodadas; sus padres eran españoles. El padre de Álvarez de la Campa había sido Voluntario, y hasta pocos días antes estaba en las filas del ejército, luchando contra la rebelión que iba tomando más fuerza cada día. El único delito era el de ser cubano.
Es cierto que allá en la Universidad empezaba a apuntar el germen de la rebeldía; es cierto que Martí había sido apresado por mantener ya las ideas que luego lo llevarán a conducir a nuestro país a su lucha final contra los enemigos y que lo llevaran a Dos Ríos, pero no había una resistencia organizada en La Habana, la resistencia del interior, de los campesinos, de las fuerzas rebeldes que estaban en las montañas y los llanos, dando batallas al español.
¿Tenían razón o no desde su punto de vista para hacerlo? Yo creo que sí, que desde su manera de pensar, desde su raciocinio de las bestias acostumbrados a despreciar la vida humana, tenían razón; había que matar en germen a aquellos que estaban naciendo. Apuntaron mal, pero si hubieran muerto a Martí, por ejemplo, ¡qué enorme daño se hubiera hecho a la Revolución en años posteriores! y nadie lo hubiera sabido. Y quizás allí fusilaron a algún Martí en ciernes, fusilaron a algún patriota; de todas maneras, aniquilaron «cachorros de bandidos», y tenían razón, porque eran muy jóvenes los hombres que en ese momento estaban luchando contra el poderío español, y tenían razón, porque los niños de 15 años, cuando hay de por medio una revolución, no son niños, ¡sino que son soldados de la Patria! Tenían razón, porque el jefe de los Jóvenes Rebeldes, el compañero comandante Joel Iglesias, cuando ingresó en nuestro Ejército Rebelde, pocos días antes del combate de Uvero, tenía apenas 15 años, y porque 15 años es una edad donde ya el hombre sabe por qué va a dar la vida, y no tiene miedo de darla cuando tiene naturalmente dentro de su pecho, un ideal que lo lleva a inmolarse. Por eso tenían razón, por eso tuvo razón Weyler y tuvieron razón todos los que trataron de aniquilar a la Revolución, y aniquilarla, no en la persona sola de sus combatientes, sino en todo el pueblo.
Por eso ellos tienen razón cada vez que desatan un ataque brutal contra el pueblo, ya sea, aquí, en la época de España; ya fuera, aquí, en época de Batista, ya fueran las hordas nazis, ya sean los colonialismos de cualquier tipo, el imperialismo en Puerto Rico; siempre tienen sus razones para tratar de aniquilar al pueblo, solamente que el pueblo también tiene razones poderosas y el pueblo aprende con los golpes, porque el imperialismo es una gran maestro en el fondo, y el pueblo va aprendiendo día a día a defenderse, va haciéndose más duro, más resistente, más decidido, aprende que no es tan imponente el tanque del esbirro ni la pistola del verdugo, que no son valientes los verdugos cuando enfrente hay gente armada dispuesta a defenderse. Aprende a matar también, y un día aprende a hacerlo tanto y tan bien ¡que toma el poder! Ese día llegó en Cuba, en una línea ascendente de las luchas populares que nació aún antes de este 27 de noviembre que hoy conmemoramos, que nació aún antes que la guerra del 68, con el mismo espíritu de libertad que estaba presente en nuestro pueblo cuando los negros cimarrones o los indios de la época de Hatuey se internaban en las montañas y preferían morir antes que ser esclavos.
Así, durante años y años, el pueblo fue aprendiendo la difícil profesión de ser libertadores de sí mismos. Casi aprendieron totalmente en los finales de la guerra de los 30 años, pero intervino el imperialismo norteamericano; no querían que se aprendiera del todo la lección, y durante 50 años, toda clase de abusos cayó una vez más sobre la República.
Hoy hemos tomado el poder, y es bueno que nos acordemos del porqué de cada uno de los acontecimientos históricos del pasado. La historia es una gran maestra. Es bueno que sepamos que nuestro presente no puede convertirse en un retorno al pasado, porque sería algo terrible para todos nosotros y para todas las generaciones que nos siguieran.
Es bueno que analicemos cada vez que se pueda qué significó el pasado para el pueblo, y es bueno que cada vez que estemos delante de cualquier tipo de dificultad transitoria echemos una mirada al pasado y comparemos no ya el pasado remoto, de la época del fusilamiento salvaje de los ocho estudiantes, el pasado de ahora, el que todos ustedes, jóvenes y aún niños, conocen, el pasado que acabó el 31 de diciembre de 1958 y que no comparemos con el presente de hoy, con este que vivimos cada día, con este futuro que estamos construyendo con nuestro trabajo y al cual ustedes se preparan a darle el empujón final cuando hayan finalizado sus carreras y hayan ingresado como técnicos de cualquier tipo a cualquier rama de la producción o de la cultura.
Es bueno que piensen todos ustedes, los compañeros becados, en lo que podían esperar antes de que llegara la Revolución. Y es bueno que piense el pueblo, todo el pueblo, cada vez que haya una dificultad, en lo que había antes. Cada vez que una «cola sea larga», cada vez que falte un producto -porque lo faltará, y lo seguirá faltando a pesar de todos nuestros esfuerzos-, cada vez que algo nos salga mal -porque nos seguirán saliendo cosas mal, a pesar de la buena voluntad que pongamos-, es bueno que siempre pensemos en el pasado. Y es bueno que siempre pensemos que cada dificultad que nosotros no sepamos vencer, que cada pequeña dificultad frente a la cual lanzamos nuestro gesto de disgusto, es una pequeñísima brecha que se abre en nuestro compacto frente, es bueno que pensemos que aun cuando esa brecha insignificante no ofrece el más mínimo peligro, si todos se juntan la brecha se agranda y por allí penetre el enemigo. Y es bueno que recordemos que para construir nuestro futuro debemos estar siempre todos juntos, que para golpear al enemigo hay que golpearlo todos juntos, con la fuerza entera de nuestro pueblo, y así derrotarlo cuantas veces levante la cabeza.
Pero es bueno que recordemos hoy también cuáles son nuestros deberes. Y ustedes, compañeros, hoy no tienen nada más que un deber: el deber de estudiar. Con ese deber están pagando todas las deudas que puedan contraer con la sociedad, con esta sociedad presente, y con todos los héroes que se inmolaron para hacer posible esta sociedad presente; están pagando la deuda contraída por todos nosotros con aquellos pobres estudiantes que fueron a la muerte sin saber bien por qué, con los grandes héroes que forjaron nuestra nacionalidad durante una treintena de luchas incesantes, con los héroes estudiantiles de esta época presente, desde Mella y Trejo, pasando por Echeverría, por Frank País y por la multitud de jóvenes que ofrendaron su vida en los últimos años de lucha. Lo han hecho para dignificar esta escalinata, para dignificar esta y todas las universidades de Cuba, y para hacer posible, precisamente, que se abrieran sus puertas a todo el mundo, que se abrieran sus puertas, como hoy se abren, al campesino y al obrero, al blanco o al negro, sin discriminación, a todo aquel que quiera estudiar para perfeccionarse y quiera perfeccionarse, no para medrar con sus conocimientos nuevos, sino para ponerlos al servicio de la sociedad, para saldar esa pequeña deuda que cada uno de nosotros tenemos con la sociedad que nos cría, que nos viste, y que nos educa. Ese es el único deber. Y ustedes honran así a todos los compañeros que todavía tendremos que caer en estas luchas, estudiando cada día más, perfeccionándose cada día más, pensando también en cada momento de debilidad que están esperando por ustedes las fábricas y las escuelas, los talleres de arte, las universidades, que toda Cuba espera por ustedes, que no se puede perder un minuto, porque todos estamos caminando hacia el futuro, y el futuro necesita de técnica, necesita de cultura, necesita de alta conciencia revolucionaria. En una de las múltiples veces en que José Martí se refiriera al triste episodio de los estudiantes asesinados, escribió unas palabras que pueden ser como el broche de este nuevo día de recuerdo de este noventa aniversario del fusilamiento de nuestros compañeros. Dijo Martí una cosa muy simple y muy bella, como todas las cosas que sabía decir:

«Nosotros amamos más cada día a nuestros hermanos que murieron. Nosotros no deseamos paz a sus restos, porque ellos viven en las agitaciones excelsas de la gloria. Nosotros vertemos hoy una lágrima más a su recuerdo, y nos inspiramos para llorarlos en su energía y en su valor. ¡Lloren con nosotros todos los que sientan, sufran con nosotros todos los que aman! ¡Póstrense de hinojos en la tierra, tiemblen de remordimiento, giman de pavor, todos los que en aquel tremendo día ayudaron a matar!»

Y eso podemos decir hoy, que no deseamos paz a sus restos, que deseamos también que puedan vivir a nuestro lado el presente y que puedan fundirse con esta nueva Cuba, que avanza hacia el porvenir sin miedo a nadie ni a nada, dispuesta a trabajar cada día con más ahínco, dispuesta a perfeccionarse cada día con más ahínco, dispuesta a ser cada día más merecedora de eso que hoy somos para toda América: ¡su faro más alto, su esperanza más grandes, su ejemplo más perfecto!

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