En Ventimiglia, un pueblo costero en la frontera con Francia, una larga hilera de camas sucias y improvisadas se despliega bajo el puente cerca del río, entre ratas y basura. Es un lugar de refugio para inmigrantes -principalmente de África y Oriente Medio, pero también de Pakistán y Afganistán- que esperan cruzar la frontera clandestinamente para ir a otros países europeos. Quienes lo intenten tendrán que conseguir el dinero para dárselo a los traficantes -los passeurs-, a menudo en connivencia con la policía fronteriza.
Los traficantes -casi siempre los propios migrantes-, según el precio, acompañan a quienes intentan transitar por los caminos de montaña que conducen a Francia, o solo dan vagas indicaciones, poniendo en grave riesgo muchas vidas humanas que se aventuran por el “camino de muerte”. Las más expuestas son las mujeres, víctimas de la trata y de la violencia sexual.
Un turista tarda menos de 20 minutos en llegar a Francia desde Ventimiglia, en tren o en coche, y un europeo podría moverse libremente, pero para los inmigrantes indocumentados que se hacen pasar por turistas hay muy pocas posibilidades de escapar de la militarización de las dos fronteras existentes, una a lo largo de la costa, la otra a lo largo de la colina. La policía dispone de las tecnologías de control más avanzadas.
A principios de año, un joven murió electrocutado cuando viajaba en el techo de un tren que salía de Ventimiglia y se dirigía a Niza, ciudad del sur de Francia. Murió en la estación de Menton Garavan, donde su cuerpo sin nombre fue dejado en el suelo durante más de dos horas. Desde 2016, más de 50 personas han perdido la vida tratando de cruzar la frontera: atropellados en la carretera, en las vías, electrocutados en el techo de los trenes, caídos de las rocas mientras huían de la policía.
En los últimos años, una crecida del río, que arrasó con un puente peatonal histórico que conectaba dos orillas de la ciudad, abrumó a los migrantes que estaban estacionados un poco más arriba, matando a uno. En 2016, un clamoroso acto de resistencia de un grupo de inmigrantes atrincherados en las rocas de Balzi Rossi, a tiro de piedra de la frontera de San Ludovico, entre Ventimiglia y la ciudad francesa de Menton, terminó con un desalojo policial.
“Resistiendo contra todas las fronteras”, rezaba la pancarta desplegada con la ayuda de un grupo de jovenes solidarios del movimiento No Border, llegados de toda Europa. Un movimiento que, aunque de otras formas, ha sobrevivido al cambio de condiciones y al generacional, y que mantiene una página de facebook titulada “progetto20k”, en la que se define como una “red de solidaridad y ayuda concreta para la libre circulación”.
Un mensaje opuesto al de la “Fortaleza Europa”, cuyas fronteras están sembradas de muertos y muros, cada vez más militarizadas cuanto más se difunde la propaganda que define a los inmigrantes como “invasores o terroristas”. Los migrantes parten principalmente del Sahel, Oriente Medio y Afganistán siguiendo la ruta central, la oriental o las rutas occidentales, que incluyen las del Mediterráneo y África Occidental.
Ventimiglia es el cruce de caminos donde confluyen dos rutas que atraviesan Italia: la mediterránea y la balcánica, utilizada por los inmigrantes que llegan a Trieste o Friuli Venezia Giulia, y luego viajan hasta la frontera con Francia, para continuar hacia el Norte de Europa, a Alemania o Suecia. La ruta de los Balcanes presenta puntos de tránsito imprescindibles para entrar en la UE por tierra, a través de países como Croacia, Hungría, Rumanía y Bulgaria para los inmigrantes procedentes de países inestables: de Oriente Medio, Asia Central o el Norte de África. Algunos africanos a menudo pasan por el Sinaí y luego vuelven a subir. En los últimos años, sin embargo, la zona de los Balcanes Occidentales se ha convertido en el escenario de una verdadera tragedia humanitaria.
El Reglamento de Dublín establece la obligación de los Estados miembros de examinar cualquier solicitud de protección internacional presentada por un ciudadano de un tercer país, o por un apátrida, en el territorio de cualquier Estado miembro, incluso en la zona fronteriza y en las zonas de tránsito.
Sin embargo, estas reglas son violadas, y la única práctica es la de los rechazos, mediante una militarización generalizada de las fronteras para impedir tanto el ingreso como el tránsito de personas en el territorio. A ambos lados de la frontera ítalo-francesa, la policía a menudo se “equivoca” al escribir las fechas de nacimiento para registrar a los menores como adultos y poder rechazarlos.
Algunos países de Europa del Este, gobernados por la extrema derecha, traspasaron entonces las intenciones, en todo caso cada vez más restrictivas, de las instituciones de la UE. Así, Polonia, tras la crisis de 2021 en la frontera de Bielorrusia, construyó una barrera. Se está construyendo un muro de más de 500 km a lo largo de la frontera entre Serbia y Hungría, por encargo del gobierno magiar de Viktor Orban. Y la barrera que separa Lituania de Bielorrusia ya se completó.
Otro muro se ha levantado en Marruecos, en torno a los enclaves españoles de Ceuta y Melilla, en la ruta del Mediterráneo occidental, que trae inmigrantes a España, tanto por mar como por tierra. En Grecia, donde desembarcan los inmigrantes que cruzan la ruta del Mediterráneo oriental (así como en Chipre y Bulgaria), el campo de solicitantes de asilo de Leros está rodeado por alambre de púas. Austria restableció un recinto en sus fronteras con Eslovenia e Italia, en 2016.
Aunque en menor medida, la lógica es la misma que la del muro levantado en la frontera entre México y Estados Unidos. Y el proceso de comercialización de seres humanos podría seguir el ejemplo del Reino Unido que, como en las guerras por contrato, decidió externalizar a Ruanda la gestión de los migrantes considerados indeseables.
El tema de las fronteras y de los migrantes desenmascara una vez más la verdadera naturaleza de las democracias burguesas que se esconde tras la retórica de “la acogida y el respeto de la legalidad”. Como ya ha sucedido con otros tipos de refugiados, el trato tan diferente que ahora se garantiza a los refugiados ucranianos que cruzan las fronteras a lo largo de la ruta de los Balcanes indica el uso discrecional y geopolítico del derecho internacional.
La misma lógica utilizada por Estados Unidos para sabotear la revolución cubana, favoreciendo a quienes salen de la isla con la ley de “Pies secos, pies mojados”, y que se aplica ahora, con otro nombre, tanto a ucranianos como a venezolanos. Anteriormente, la mayoría de los venezolanos que buscaban ingresar ilegalmente a EE. UU. eran procesados para una posible deportación por razones de seguridad y, en el camino, podían solicitar asilo mientras realizaban el mismo procedimiento ordinario de deportación. Ahora, los venezolanos detenidos entre los puertos de entrada están sujetos a la política de salud pública del Título 42, que permite a CBP, en coordinación con el gobierno mexicano, deportar directamente a los migrantes a México.
Varias personas dicen que, en Italia, un formulario para solicitar la condición de refugiado está listo en el aeropuerto a su llegada, y que han sido presionados para declarar que la motivación de su viaje no era el turismo, sino la de solicitar refugio político. ¿Y que decir de la Unión Europea, que ha hecho del Mediterráneo un auténtico cementerio marino, y de sus fronteras una fosa común, pero que sigue desembolsando, para seguir a EEUU, millones de euros para “ayudar a los migrantes venezolanos en las fronteras”?
Según la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), en diez años, el Mediterráneo se ha cobrado 26.000 vidas. La ruta que une Libia y Túnez con Italia es la más transitada y la más mortífera. Solo en 2023, el 14 de febrero se registraron 18 muertos y 55 desaparecidos frente a la costa libia de Qasr Al-Akhyar, mientras que el 26 de febrero hubo 79 victimas, 24 de ellos menores de 12 años: también al sur de Benghazi, en Libia.
El numero de muertos es todavía subestimado, porque muchas veces aparecen barcos sin nadie a bordo, o naufragios flotando entre las olas. Restos de las destartaladas embarcaciones utilizadas por los traficantes de personas, muchas veces conducidas por los propios migrantes, mal amaestrados antes de partir, en territorio libio, donde sufren todo tipo de violencia.
Un territorio desmembrado por los apetitos imperialistas europeos, que ahora, con la habitual doble cara, se alimentan del gran negocio que se deriva del tráfico de seres humanos y el control de fronteras. Y también utilizan los naufragios, tanto para perseguir la parte humanitaria en la gestión de los migrantes, integrada por aquellas ONG que se hacen a la mar para prestar ayuda, como para lanzar el siguiente mensaje: “si te empeñas en venir, esto es lo que te pasa”. Un mensaje explícito, como hicieron los miembros del gobierno de Meloni, o implícito, que se da con instrucciones a los guardacostas para que no se apresuren a rescatar las embarcaciones. La Agencia Europea de la Guardia de Fronteras y Costas (más conocida como “Frontex”) es, además, el único organismo operativo europeo integrado responsable del desarrollo y la coordinación de los controles de circulación de personas en las fronteras exteriores de Europa.
En la línea de la economía de guerra, motor de un capitalismo en crisis estructural, y que tiene como eje principal la extensión de la sociedad de control, mediante un mecanismo que pone en sintonía la “balcanización” de las fronteras con la de los cerebros, los países europeos invierten en detención y represión en lugar de inclusión. Los migrantes constituyen un gigantesco ejército industrial de reserva, sin derechos o bajo chantaje, que sirve para abaratar el costo del trabajo y los conflictos, a través de un mecanismo de selección de los “regulares”, que ingresan a través de las estructuras de la iglesia católica o de ONG acreditadas ante los gobiernos.
Para garantizar la ejecución más efectiva de los decretos que expulsan a los inmigrantes indocumentados, en Italia (ahora gobernada por la extrema derecha), el Ministerio del Interior está autorizado a ampliar la red de centros de detención para la repatriación (CPR). Los CPR son centros de detención en los que se encarcela a ciudadanos extranjeros sin permiso de residencia en vigor, a la espera de ser repatriados.
Pero dada la ineficaz política de repatriación (que afecta a menos de la mitad de los detenidos), las personas que se encuentran dentro de ellos suelen terminar en un limbo que puede durar muchos meses. Además de retenerlos, el sistema de los CPR no ofrece a los propios migrantes ninguna oportunidad de integración y también tiene costos de gestión significativos. Invertir en los CPR constituye, por tanto, una opción política inmediatamente infructuosa, pero rentable en términos de políticas de seguridad.
Repatriar a un migrante, con gran despliegue de fuerzas y medios, cuesta mucho más que darle un trabajo. La escolta necesaria en los aviones debe ser constante y los agentes deben tener una formación específica y actualizada. Pero detrás de la sociedad de control se mueven grandes intereses multinacionales: tanto de los que producen herramientas y armas de alta tecnología, como de los aparatos represivos principales y del sistema de apoyo necesarios para la contención del conflicto y para la vigilancia: trabajadores sociales, ONG, etc., interesados a guardar su trabajo y no a organizar la rebeldía contro el sistema.
El sistema capitalista europeo, que había prometido derribar todas las fronteras tras la caída del Muro de Berlín, permitió en realidad la libre circulación de capitales (y armas), pero no la de seres humanos. Una impronta que también intenta dar a los futuros tratados de libre comercio que quiere estipular, por ejemplo, con los países del Mercosur.
También por eso hay que ocultar o satanizar el mensaje que llega desde la Venezuela bolivariana: un país que, en medio del cerco económico y financiero del imperialismo, organizó en 2016 la Cumbre del Movimiento de Países No Alineados (MNOAL), que puso en el centro la libre circulación de los seres humanos y la ciudadanía universal. Aún después de la fuerte reducción de la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (Alba), por el retorno de la derecha en algunos países miembros, Venezuela, junto a Cuba, ha seguido enarbolando la bandera del antifascismo y de la inclusión.
La política de socialismo bolivariano no es expulsar a los migrantes. Por lo contrario, el gobierno de Nicolás Maduro va a recuperar, asumiendo los costos, a aquellos ciudadanos que se encuentran estacionados en las fronteras, donde han experimentado de primera mano el tipo de “acogida” que les reservan los países capitalistas.
Fuente: Resumen Latinoamericano