La visita de Joe Biden a Hiroshima en el marco del G7, vuelve a sacar a la superficie la memoria cínica de un imperio que hace 78 años descargó la potencia de «mil soles» sobre una población indefensa.
Visnú está tratando de convencer al príncipe de que cumpla con su deber y para impresionarlo, adquiere su forma de múltiples brazos, y dice: “ahora me he convertido en la muerte, el destructor de mundos”… Supongo que todos pensamos eso, de una u otra forma”. [i]
Con esa famosa cita del Bhagavad Gita, Julius Robert Oppenheimer se refería al momento en que vio detonar a su criatura atómica en el desierto de nuevo México. Era el 16 de julio de 1945 y la prueba Trinity lograba la expresión máxima de la racionalidad imperialista. La bomba atómica se sumaba al escenario geopolítico. “Supimos que el mundo ya no sería el mismo… algunas personas rieron, algunas personas lloraron… la mayoría permaneció en silencio”, recordaba en voz alta Oppenheimer mientras miraba al suelo, tal vez con vergüenza de sí mismo, como pidiendo perdón a las generaciones futuras. Su legado era la muerte instantánea y masiva. EE.UU. se convertía así en la primera potencia nuclear de la historia.
Unas semanas más tarde, el 9 de agosto, ese mismo prototipo de plutonio, el Fat Man, era arrojado por el bombardero estadounidense Bocks Car sobre la ciudad de Nagasaki en Japón. Si la bomba de Hiroshima, que había aturdido a la humanidad dos días antes, es la expresión apoteósica de la decadencia civilizatoria, la de Nagasaki no encuentra palabras que permitan justificar tal grado de atrocidad, un horror horroroso [ii]. Ninguno de los crímenes del ejército imperial japonés en China e Indochina fue ajusticiado con estos bombardeos, que dos veces detonaron el resplandor de «mil soles» sobre la población civil. La barbarie histórica de Europa occidental fue inconcebible, pero fue superada —con creces— por la barbarie de Estados Unidos, dirá Aimé Césaire con justa razón [iii].
El argumento de que se utilizaron estas Armas de Destrucción Masiva (MAD, es decir “loco”, por su sigla en inglés) para evitar muertes y poner fin a la guerra es una de las falsedades a las que el imperialismo norteamericano tiene acostumbrado a los pueblos del sur del mundo. Lo que estaba en juego en verdad era la supremacía geopolítica tras el cercano fin de la Segunda Guerra Mundial, en decir la transición hegemónica iniciada por la misma crisis del capitalismo. Para EE.UU., la colaboración con la URSS contra el Japón se estaba tornando un problema central, frente al que necesitaba dar un mensaje de “poder preponderante” [iv]. En un mundo capitalista y colonial, quien quisiese coronarse rey debía montarse en una montaña de ruinas y sombras, ejerciendo ese poder.
“La barbarie histórica de Europa occidental fue inconcebible, pero fue superada —con creces— por la barbarie de Estados Unidos”
El artillero y fotógrafo del avión Enola Gay describió la detonación de Hiroshima con las siguientes palabras: “Comienzo a contar los incendios. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis… catorce, quince… es imposible. Son demasiados para poder contarlos. Aquí llega la forma de hongo de la que nos habló el capitán Parsons. Viene hacia aquí. Es como una masa de melaza burbujeante. El hongo se extiende (…) La ciudad debe estar abajo de todo eso. 70 mil personas murieron en un destello, sus sombras quedaron en el asfalto. El registro fílmico y fotográfico es impresionantemente grande y mudo”.
Todo el archivo sobre las bombas, obedece a esa frivolidad de la razón que engendra monstruos, pero también a una lógica de poder internacional. Para que el objetivo sea alcanzado, el poder debe ser mostrado, debe hacerse espectáculo.
El 15 de agosto de 1945 el emperador japonés, derrotado, daría el primer discurso radial de su vida: “el enemigo ha comenzado a emplear una bomba nueva y más cruel, cuyo poder para hacer daño es, de hecho, incalculable, y está cobrando la vida de muchas vidas inocentes. Si continuamos luchando, no solo resultaría en un colapso final y en la destrucción de la nación japonesa, sino que también conduciría a la extinción total de la civilización humana”. Así expresó Hirohito la rendición total del Japón. También era la primera vez que su voz se escuchaba en público. Sus ansias de expansión imperial sobre el continente se ahogaban en un mar de silencio y destrucción que nunca hubiese imaginado que pudiese volverse sobre su propia nación. Mas de 250 mil personas habían muerto con los dos bombardeos, mientras que cientos de miles padecerían la ceguera, las quemaduras y el cáncer. “Cientos de miles de niños, mudos, telepáticos”, recitará Vinicius de Moraes [v], porque el silencio inundaría a Japón por años.
Cuando el bombardero B-29 dejo caer la bomba sobre Hiroshima, la flamante carta de San Francisco —que daba nacimiento a la ONU— tenía menos de dos meses de haberse suscripto para “defender la paz y los Derechos Humanos en el mundo”. Luego de ver semejante barbarie decidieron crear la ONU. Con los campos de concentración en las retinas del mundo —impensables en Europa antes del nazismo, pero conocidos y padecidos en el sur desde hacía siglos— las potencias occidentales establecieron un sistema internacional para prevenir nuevas catástrofes humanas. Pero Japón no era occidente, ni tampoco lo eran China ni Indochina, ni el África ni el Asia. Tampoco lo era Nuestra América.
Ahora las bombas apuntan hacia el sur
Una vez que EE.UU. fue alcanzado en su tecnológica nuclear, por la URSS en 1949 y por China en 1964, ninguna guerra directa sería posible entre los dos grandes bloques de poder internacional. Como afirma Vijay Prashad en su libro «Washington Bullets» [vi]: “La principal contradicción en los años posteriores a 1945 no era por los ejes Oriente y Occidente —la Guerra Fría— sino entre el Norte y el Sur: la guerra imperialista contra la descolonización”.
Terminada la guerra, Estados Unidos emergió como el “garante de la libertad”, como único celador de la paz mundial, y se alió rápidamente a sus antiguos enemigos —Alemania y Japón— para enfrentarse a su viejo-nuevo enemigo: el comunismo internacional. Se comenta que en la Guerra de Corea, tras la derrota en la batalla de Chosin, donde el apoyo del ejército popular chino resultó central para los comunistas coreanos, el general Douglas MacArthur solicitó que le enviasen 26 armas atómicas para atacar a los chinos. Este país no solo tenía el descaro de hacer una nueva revolución, sino que además apoyaba a una nación hermana contra el ataque imperial. El presidente norteamericano Harry Truman se negó rotundamente. El mismo presidente que había tirado dos bombas, que había iniciado la famosa doctrina que lleva su apellido, se negó en esta ocasión, no por consideraciones humanitarias, sino porque sabía que otros países podían pagarle ahora con la misma moneda.
Mientras tanto, los pueblos que habían combatido contra el Eje ahora tenían que luchar para que los derechos que se habían acordado en la ONU les fueran reconocidos, para que los genocidios no se repitiesen de forma invisibilizada fuera en las afueras del primer lundo. Según ACNUR [vii], en los 20 años de la guerra de Vietnam murieron entre 2 y 6 millones de vietnamitas y cerca de un millón de soldados norteamericanos —afrodescendientes en su mayoría—. La colonialidad imperialista no veía al pueblo de Vietnam como un rival digno, ya que ni siquiera los consideraban personas. Los yanquis dejaron un apocalipsis tras de sí, pero no pudieron subirse victoriosos a su montaña de huesos.
“Terminada la guerra, Estados Unidos emergió como el ‘garante de la libertad’ […] y se alió rápidamente a sus antiguos enemigos —Alemania y Japón— para enfrentarse a su viejo-nuevo enemigo: el comunismo internacional”
Su impotencia en Vietnam fue desplegada como venganza en África. En aquel continente, la CIA y sus gobiernos títeres hicieron del asesinato de líderes y lideresas populares un auténtico deporte. Desde el magnicidio de Patrice Lumumba en el Congo, al soporte y financiamiento de la CIA al UNITA [viii] y el FNLA en Angola —lo que retrasó la independencia y negó un porvenir de justicia e igualdad a un país quebrado— con una guerra que dejó 800 mil muertos, 4 millones de refugiados/as y unos/as 100 mil mutilados/as. Años más tarde tendrían un nuevo capítulo del otro lado de este continente, en Somalia, cuando escudados en la “libertad” y la “ayuda humanitaria” intervinieron para garantizarse las presuntas reservas de petróleo de este país. El saldo fueron cientos de somalíes asesinados y algunos helicópteros derribados [ix].
En los tiempos posteriores a las bombas de Hiroshima y Nagasaki, el capitalismo liderado por los Estados Unidos tuvo su momento de mayor despliegue tecnológico, crecimiento económico y expansión territorial. Elementos que demostrarían todo su poder en el sur global y en las colonias internas del propio Occidente. Porque, hay que aclarar, la población afro, indígena y las comunidades latinas padecerían dentro del imperio semejantes niveles de explotación, racismo y opresión que el resto del sur global. Con gran parte de sus organizaciones y liderazgos bajo persecución; con asesinatos selectivos, como el de Malcolm X y Martin Luther King, o con cientos de encarcelamientos. Una situación que continua hasta la actualidad. Actualmente hay 200 personas de comunidades originarias en cárceles estadounidenses; gran parte de las personas encarceladas lleva ya más de tres décadas de encierro. [x]
Las guerras terroristas contra Oriente
La primera intervención en el Golfo Pérsico contra Irak fue en el año 1991. Petróleo de por medio, el imperialismo norteamericano estrenaba su solitario reinado mundial, dejando en pocos meses más de 200 mil muertos. Pero la masacre más atroz fue causada no por las armas convencionales, sino por el bloqueo económico. Las conservadoras cifras de la ONU —que no es muy útil a la hora de evitar las guerras, pero que sí genera valiosa información sobre ellas— demuestran que alrededor de 1,7 millones de civiles iraquíes murieron por causa de ese brutal régimen de sanciones impuesto por EE.UU. La mitad de esas víctimas eran niños y niñas.
La guerra de Irak —la de las armas químicas que nunca existieron—, inició en 2003 y dejó al menos entre medio millón y un millón de muertos. Para el periodista Nafeez Mosaddeq Ahmed [xi], sólo en el caso de Irak, la guerra económica mató a 1,9 millones de iraquíes desde 1991 hasta el 2003. Y a partir de 2003 hay que contar un millón de muertes más. En total, se trata de cerca de 3 millones de vidas de iraquíes. Si se agregan las víctimas mortales de Afganistán, Pakistán e Irak los números son escalofriantes. Valoraciones aparte del partido Bazz [xii], lo que ha quedado claro es que EE.UU. no llevó ni democracia, ni libertad ni derechos humanos a aquellos países.