sábado, diciembre 7, 2024
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El desconcierto del neoliberalismo Latinoamericano. Por Claudio Katz

El retroceso de Estados Unidos en la región no atenúa el sometimiento neoliberal al dominador de la región. Al contrario, genera fantasías de buen servidor y mitos de prosperidad latinoamericana.

El retroceso de Estados Unidos no disuade la tradicional sumisión de los neoliberales al dominador del Norte. Sus voceros afirman que es el momento de aprovechar la actual preeminencia de la vertiente globalista de Biden, para crear incentivos a la llegada de inversores yanquis (Oppenheimer, 2022).

En ciertos países alientan ese curso con el remate de minerales, tierras o cuencas marítimas. En otras naciones propician la instalación de fábricas o el desenvolvimiento de servicios con mano de obra barata y alto grado de explotación.

Con ese discurso retoman los mitos del gran desarrollo, que acompañaría a la presencia protagónica de la primera potencia en su ¨Patio Trasero¨. Pero no explican el fracaso padecido por ese mismo rumbo durante las últimas décadas. El extractivismo minero enriqueció a las compañías que apadrina Washington, sin ninguna contrapartida favorable para la región. Y lo mismo ocurrió con el modelo fragmentario de las maquilas, que ha sido la antítesis de un crecimiento incluyente de América Latina.

Adversidades del mismo tipo se verifican en la carga laboral afrontada por los jóvenes de la región, que han sido integrados a los auspiciados Call Centers. Esa actividad no mejora la calificación o la educación de esos sectores y tampoco apuntala circuitos virtuosos de expansión del poder adquisitivo.

Fantasías del buen servidor  

Los neoliberales repiten un discurso del pasado, sin registrar siquiera las propias reticencias inversoras de las empresas estadounidenses. La mayoría de esas firmas buscan ganancias rápidas con reducido riesgo propio y no ofrecen las imaginarias oportunidades que propagan sus admiradores del Sur. Trump transparentó con su conocida brutalidad esas restricciones, que Biden vuelve a enmascarar con los habituales engaños de la propaganda imperial.

Esas reservas de los capitalistas yanquis sintonizan con los enormes desequilibrios de las economías latinoamericanas. En lugar de constatar esa estructural adversidad, los neoliberales continúan culpando a sus propios conciudadanos por las desgracias de la región. Enfatizan las responsabilidades de los “gobiernos populistas”, que desperdician la oportunidad de recuperar la condescendencia del Norte con renovados actos de docilidad (Oppenheimer, 2022). Pero no enuncian un sólo ejemplo exitoso de esa mansedumbre.

El balance de los presidentes latinoamericanos más obedientes de Washington ha sido funesto, tanto para las mayorías populares como para el desenvolvimiento de sus países. Las penurias del capitalismo dependiente fueron invariablemente potenciadas por esas gestiones. Ha sido tan nefasto el cenit neoliberal de comienzo del nuevo siglo (Salinas, Cardoso, Menem, Aylwin), como su reproducción durante la reciente restauración conservadora (Macri, Duque, Peña Nieto, Bolsonaro, Piñera).

Los neoliberales sustituyen la evaluación de esas trayectorias por la repetición de lugares comunes. Reiteran que los “problema son nuestros” y ajenos a la presencia estadounidense, cómo si la dominación ejercida por la primera potencia durante más de siglo, fuera irrelevante para las desventuras de la región.

Esa mirada atribuye el subdesarrollo a la idiosincrasia, las costumbres y los comportamientos de la población. Pero omite que en la mayor parte de la historia regional, el rumbo de la sociedad no estuvo dictado por las mayorías populares, sino por los capitalistas y sus funcionarios de turno.

Esa elite desprecia a sus compatriotas, exhibiendo una inocultable admiración por las potencias que dominaron a Latinoamérica, lucrando con la apropiación de los bienes comunes y la explotación de la fuerza de trabajo. Primero ensalzaron al opresor europeo y luego a su reemplazante estadounidense.

Desde el siglo XIX el liberalismo regional ostenta una manifiesta fascinación por el Norte y un simétrico desdén por los pueblos originarios de sus territorios. Forjaron sus propios Estados exaltando la civilización estadounidense, en contraposición a la barbarie que observaban en el Sur. Esa tradición elitista nunca desapareció y recobró fuerza en todas las coyunturas políticas de preeminencia conservadora (Rinke, 2015: 72-75).

Algunos herederos de ese legado reconocen con mayor realismo, que Estados Unidos ya no opera como la indiscutida potencia hegemónica. Constatan que la pérdida de ese liderazgo torna muy difícil la mera alabanza o la simple sumisión. Pero igualmente postulan la conveniencia de preservar un lazo de dependencia, señalando la ventajosa conexión que ofrecería un poder debilitado, frente a la ascendente gravitación de China (Barrenechea, 2022).

“El balance de los presidentes latinoamericanos más obedientes de Washington ha sido funesto, tanto para las mayorías populares como para el desenvolvimiento de sus países”

Pero no aclaran por qué razón ese continuado padrinazgo de Washington sería beneficioso para América Latina. Recurren a un curioso razonamiento invertido, donde la atadura a una potencia declinante augura ganancias. Si el postulado neoliberal de las ventajas del status dependiente es insostenible, los provechos adicionales que aportaría la fidelidad a una potencia en retroceso son más inhallables. Es sabido que los imperios en declive multiplican la exacción de recursos de las periferias sometidas.

El mito de la latinización  

Otro argumento de la derecha neoliberal para renovar la subordinación a Estados Unidos es la acelerada latinización de la primera potencia. Subrayan las ventajas generadas por el aumento de la población de origen hispano. Ese grupo sería igual en el 2060 al segmento anglosajón, en un país que ya tiene una significativa masa de hablantes en español. Consideran que por esa vía emergerá una fusión demográfica, idiomática y cultural de ambos polos del continente, que apuntalará el demorado desarrollo del Sur (Barrenechea, 2022).

Ciertamente la presencia de los latinos en la vida estadounidense se ha multiplicado, al compás de un sector que se expande a mayor ritmo que el resto. Pero esa incidencia no genera por sí misma efectos positivos sobre América Latina. Quienes ponderan en forma ciega esa influencia, omiten las enormes tensiones que genera en el escenario político estadounidense.

La irrupción del trumpismo es la expresión más contundente de esa tirantez. La ultraderecha contemporánea se forjó con mensajes de hostilidad, desprecio y confrontación hacia la inmigración latina. Exige mayor punición en la frontera, despliegue de patrullas, confinamiento de los recién llegados y expulsión de los indocumentados. Ha reavivado el imaginario conservador, atribuyendo el declive del sueño americano a la afluencia de trabajadores foráneos. Azuza el resentimiento de los blancos empobrecidos, para propagar los proyectos de ampliación del muro fronterizo y medidas para separar a las familias que llegan desde el Sur.

Con esas campañas siembra una fractura entre los trabajadores, que favorece a los capitalistas y permite incrementar la explotación de ambos sectores. Los derechistas ocultan, además, que los jóvenes extranjeros compensan el envejecimiento de la fuerza laboral y contribuyen a solventar la seguridad social. En algunos casos realizan labores descartadas por los trabajadores nativos y en otros nutren de cerebros a los sectores más dinámicos.

El trumpismo alienta el resentimiento de los blancos empobrecidos contra los latinos, con un viejo libreto de odio de las clases medias hacia los desamparados. Ha retomado la antigua receta del racismo sureño contra los afroamericanos, para crear un antagonismo hacia los hispanos.

Esa tensión es ignorada o minusvalorada por los neoliberales de América Latina, que continúan presentando a Estados Unidos como una tierra prometida. Suponen que a la larga predominará una integración indolora de la masa hispana a ese país, olvidando que esa agraciada asimilación nunca fue el destino de los masacrados pueblos originarios o de los esclavizados afroamericanos.

Lo ocurrido con este último sector refuta la ingenua creencia en florecientes mixturas de todos los arribados al territorio estadounidense. La opresión de la enorme minoría de origen afro ha perdurado en la modalidad brutal del racismo, que retoma Trump y en la vertiente hipócrita del multiculturalismo, que encarna Biden.

En ambas versiones se reciclan formas complementarias de discriminación, para garantizar la exclusión de un segmento oprimido del manejo elitista del Estado. No hay ninguna razón para suponer que a la mayoría de los latinos les espera un porvenir diferente. La experiencia de lo ocurrido con los afroamericanos también demuestra, que cualquier avance efectivo de los derechos de la población hispana, sólo será conquistado a través de la lucha. Esa resistencia es categóricamente contrapuesta al imaginario neoliberal.

El crecimiento demográfico y la gran presencia idiomático-cultural de esa minoría son gravitantes, cuando apuntalan esa acción y crean puentes con América Latina para una batalla convergente contra el imperialismo (Grosfogel, 2020). Los enlaces entre el Norte y el Sur -que el neoliberalismo evalúa en términos de subordinación panamericana- deben ser observados con esa óptica contrapuesta de lucha común contra el mismo opresor.

La ilusión neoliberal de una fusión amigable de la primera potencia con sus sometidos del continente, a través del enlace inmigratorio ha dado lugar a incontables panegíricos. La alabanza más corriente ensalza el nuevo universo de “transamérica” que emergería de ese entrelazamiento. Ese tipo de fantasías es propagado para ocultar la redoblada explotación laboral, que sufre el grueso de los trabajadores hispanos, contratados en los empleos mal remunerados del Norte. Con ese ensueño se enmascara también la política bipartidista de penalización de los inmigrantes, que implementan todos los administradores de la Casa Blanca.

“La opresión de la enorme minoría de origen afro ha perdurado en la modalidad brutal del racismo, que retoma Trump y en la vertiente hipócrita del multiculturalismo, que encarna Biden”

Con Biden se contuvo la construcción del muro y se frenó la deportación de los dreamers, pero la militarización de la frontera persiste, con la misma intensidad que la persecución de los inmigrantes. El sucesor de Trump sólo ha optado por negociar con López Obrador la retención del éxodo centroamericano, en localidades más alejadas de la frontera. Pero la tragedia social que imponen las políticas imperiales recrea las caravanas de los desposeídos, que buscan alguna forma supervivencia cruzando el Río Grande.

Disyuntivas frente a dos poderosos  

La idealización neoliberal de Estados Unidos continúa atada al enaltecimiento de los tratados de libre comercio, que la primera potencia ya no puede sostener. Sus fascinados seguidores de la región no han tomado nota de esa contradicción. Simplemente mantienen el viejo libreto de reivindicación de los convenios que promovía el Consenso de Washington y que ahora no encuentran sustitutos amoldados al declive del Norte.

El devenir que ha seguido la Alianza del Pacífico es muy representativo de ese incierto escenario. Esa asociación -gestada bajo directa instigación estadounidense por gobiernos neoliberales de México, Colombia, Perú y Chile- es elogiada por los economistas ortodoxos, como un ejemplo exitoso de su paradigma. Realzan los principios de apertura comercial que guían ese entramado y reivindican la variedad de acuerdos suscriptos con múltiples países (Pastrana; Castro, 2020).

Pero lo que se pondera como una acabada expresión del “regionalismo abierto y cruzado”, implica en los hechos una intensificación de la dependencia de las cuatro economías, con sus proveedores y clientes del exterior. La apertura comercial, la liberalización financiera y la flexibilización laboral que introdujeron esos acuerdos, multiplicaron la desigualdad, la explotación laboral y el extractivismo que impera en esos países.

Estas adversas consecuencias son omitidas por los cultores del tratado, que resaltan la gran afluencia de inversiones extranjeras que sucedió a la suscripción del convenio (Schamis, 2021). Eluden aclarar que esas colocaciones de capital se efectivaron en sectores que acentuaron la primarización o en eslabones básicos de la industria, divorciados de cualquier proyecto de desarrollo inclusivo.

La Alianza del Pacífico está sujeta al mismo patrón de dependencia que predomina en toda la región. Sus auspiciantes no logran indicar algún rasgo que diferencie a ese cuarteto del resto de América Latina. Los elogios que despliegan los neoliberales (desde su lanzamiento en el 2011), no se asientan en ninguna justificación.

La AP no incrementó el crecimiento, la productividad o la competitividad de sus integrantes. La ponderada estabilidad que mantuvieron durante una década quedó abruptamente socavada en los últimos años por las masivas revueltas populares, que estallaron en tres de los cuatro países del bloque.

Esos levantamientos transparentaron el terrible nivel de opresión, desigualdad y explotación que afianzó el convenio del Pacifico. Si ese tratado hubiera despejado el horizonte de desarrollo que ensalzan sus auspiciantes, no habría irrumpido tanto malestar (en forma tan coincidente) entre los suscriptores de esa Alianza.

Ese entramado ni siquiera mejoró la capacidad negociadora de sus integrantes, puesto que nunca actuó como un mini bloque comercial en las tratativas con sus interlocutores. Un abismo separa en ese terreno a la Alianza de otros conglomerados regionales del mundo (González, 2020).

La AP tampoco se ha extendido a otros países. Esa carencia de nuevos integrantes confirma su ausencia de atractivo. Ecuador buscó una membresía asociada, compatible con los tratados bilaterales que ya tiene con Estados Unidos y con la dolarización integral de su economía. Pero ni siquiera ese amoldamiento alcanzó para incluirlo. Costa Rica y Panamá iniciaron un proceso de adhesión, que nunca desbordó los protocolos iniciales.

La Alianza del Pacífico ha operado como brazo económico de los proyectos políticos más derechistas de la región. Sintonizó con Bolsonaro, Macri, Lenin Moreno y Añez y tuvo el auspicio de Trump y su Grupo de Lima, para crear un efímero “Foro para el Progreso de Suramérica” (PROSUR).

Pero la impronta librecambista de la AP chocó con el proteccionismo del magnate estadounidense, que intentó transformar ese acuerdo en un bastión de la guerra arancelaria contra China. Aspiraba a introducir en el convenio, las mismas normas de veto a los acuerdos con el gigante asiático que impuso en el T MEC con México. Ese objetivo quedó incumplido con su propia salida de la Casa Blanca.

Frente al vacío generado por el abandono que consumó Trump del proyecto librecambista del Pacifico propiciado por Obama (TPP), el cuarteto latinoamericano optó por sumarse a la iniciativa sustituta que mantuvo Japón (CPTPP), durante el mandato proteccionista del magnate estadounidense. También exploraron convenios con Australia Nueva Zelanda, Corea del Sur y avanzaron en negociaciones específicas con Singapur (PASFTA).

Pero la AP no ha definido una postura nítida frente al gran jugador chino, que propone acuerdos fulminantes para avanzar hacia una rápida desgravación arancelaria. Para consumar esa remodelación, ofrece el marco que está forjando en la región Indo-Pacífica.

Frente a ese desafío Biden propaga mensajes de globalismo liberal, sin definir una estrategia alternativa. Tan sólo refuerza las presiones para distanciar al cuarteto latinoamericano de cualquier acuerdo con China.

Los fascinados neoliberales de la AP no encuentran un libreto común para lidiar con esa disyuntiva. Propician negocios con la nueva potencia oriental, pero preservan una gran dependencia política, ideológica y cultural del mandante estadounidense. La misma presión a intensificar los negocios con China o aceptar las restricciones que exige Estados Unidos, sobrevuela al MECORSUR.

Los neoliberales han perdido la brújula frente al escenario actual. Por un lado, propician las iniciativas de los grupos capitalistas que motorizan las lucrativas tratativas con China y por otra parte, mantienen su alineamiento tradicional con Washington. Ninguna de las dos opciones, incluye algún desarrollo económico con avances sociales para la región.

“Frente a ese desafío Biden propaga mensajes de globalismo liberal, sin definir una estrategia alternativa. Tan sólo refuerza las presiones para distanciar al cuarteto latinoamericano de cualquier acuerdo con China”

Secuencia de adversidades  

El libreto neoliberal es particularmente funesto en el escenario actual. La región se ha transformado en un gran botín de dos potencias, que apetecen su inmenso caudal de recursos naturales. Con el 7% de la población mundial, América Latina dispone del 42-45% del agua dulce, la mitad de la biodiversidad e inconmensurables reservas de petróleo, gas y minerales. Alberga, además, el 80% del litio, el 93% del estroncio, el 61% de la fluorita, el 59% de la plata, el 56% del renio, el 54% del estaño y el 44% de la platina.

Esta variedad de materias primas ha recobrado gravitación por su enorme disponibilidad e incidencia en las cadenas globales de valor. Esos circuitos demandan una provisión constante de insumos, que muy pocas zonas pueden facilitar con la cuantía que ofrece Latinoamérica. Por su proximidad geográfica, el control de ese manantial de insumos es la gran prioridad del imperialismo estadounidense.

La coyuntura bélica que ha sucedido a la pandemia ha potenciado la incidencia de esas fuentes de abastecimiento. La guerra de Ucrania ha encarecido abruptamente los alimentos y los combustibles, que la región puede proveer en grandes cantidades y a costos reducidos. Pero esa revalorización de la zona, recrea la vieja adversidad de una especialización en exportaciones básicas, que el neoliberalismo enaltece y convalida.

Este repliegue a los eslabones básicos de la actividad productiva acentúa el despilfarro de la enorme renta de la región, que no es utilizada para los procesos endógenos de acumulación y crecimiento sostenido. Esa masa de fondos se filtra al exterior en desmedro del desarrollo interno. Los modelos neoliberales que administran ese drenaje, impiden aprovechar los momentos favorables de altos precios de las materias primas y agravan los efectos de los períodos opuestos de depreciación de las exportaciones.

Este desmanejo explica las recurrentes asfixias financieras, que generan el estrangulamiento del sector externo, los desbalances comerciales y las fugas de capital. Y esas agudas tensiones frecuentemente se procesan a través de dramáticas situaciones de inflación, devaluación y retracción del poder adquisitivo.

Las adversidades del capitalismo dependiente de América Latina que gestiona el neoliberalismo salieron a la superficie con gran dramatismo en la reciente crisis de la pandemia. La región no sólo careció de recursos para lidiar por sus desmanteladas estructuras de salud pública. También debió afrontar un nuevo agravamiento de la pobreza (33% de la población) y la indigencia (13,1% de los habitantes). Ambos indicadores registraron el mayor incremento anual de las últimas dos décadas. Esa regresión extendió también el número de individuos subalimentados.

Como en todo el mundo, la desocupación se expandió en América Latina durante esa crisis, pero a diferencia de las economías avanzadas, la miseria golpeó especialmente al sector informal, que aglutina a la mitad de los trabajadores urbanos.

La misma escala de padecimientos se observó con la desigualdad, que el neoliberalismo ha potenciado en la región más inequitativa del planeta. En una zona dónde el 10% más rico acapara el 71% de la riqueza total (2014), el número de multimillonarios (patrimonios superiores a 1.000 millones de dólares) saltó de 76 a 107 y sus fortunas se incrementaron de 284.000 a 480.000 millones de dólares (2020).

Además, el derrumbe de producto bruto durante la pandemia duplicó el declive registrado en resto del mundo. América Latina comenzó el actual decenio arrastrando otra “década perdida”. El PBI del 2020 fue prácticamente igual a su equivalente del 2011.

También el producto per cápita ha quedado relegado en comparación a la media mundial y para colmo de males, la recuperación que sucedió a la pandemia ha sido inferior al resto del mundo. Los pronósticos de varios organismos internacionales auguran un crecimiento de América Latina inferior a los promedios internacionales. El neoliberalismo acentúa esas adversidades en todos los terrenos.

Recetario de frustraciones  

Con las prescripciones neoliberales, América Latina tiende a repetir su larga historia de subdesarrollo y dependencia. Esa desventura ha sido durante dos siglos la contracara de la expansión estadounidense, que idealizan los cultores del Norte. Siempre subrayaron el contraste entre ambas trayectorias, sin notar que sus recetas consolidan esa brecha.

Los neoliberales no observan ninguna adversidad en la actual especialización de latinoamericana en el extractivismo minero. Al contrario, realzan ese rumbo olvidando que desde la conquista española implicó el desangre de la población autóctona, la hemorragia de los recursos y el atraso de la economía.

Los conquistadores se apropiaron del sistema preexistente de explotación, mediante la cooptación de la aristocracia indígena, aprovecharon las luchas fratricidas y utilizaron la evangelización para agotar la fuerza de trabajo en los socavones. En los siglos XVI- XVII potenciaron el servilismo hasta niveles inéditos, para extraer minerales de los yacimientos gestionados por las civilizaciones precolombinas. Enriquecieron a la corona y a sus servidores pulverizando esas sociedades (Guerra, 2006: cap 2).

Esa misma depredación recobró fuerza posteriormente, para proveer los materiales básicos que exigía la industrialización de las economías avanzadas. Las grandes familias de la oligarquía local se asociaron con las empresas mineras euro-americanas, para devastar el subsuelo regional y multiplicar las ganancias de las principales firmas de Occidente (Vitale, 1992).

Ese estrago vuelve a reaparecer en el siglo XXI bajo el auspicio de empresas foráneas, que han convertido a Latinoamérica en la gran localización del extractivismo minero. El acaparamiento de esos recursos suscita un permanente conflicto entre compañías extranjeras de distinto origen.

Los neoliberales convalidan también la regresión que entraña el afianzamiento de la especialización agroexportadora de la región, ocultando que ese perfil determinó el subdesarrollo de toda la zona. Auspician, además, los modelos de concentración de la propiedad agraria que condujeron a un estancamiento económico. Omiten que el despegue del admirado rumbo estadounidense se asentó en un contrapuesto dinamismo de los pequeños propietarios (farmers).

En el grueso de Hispanoamérica se conformó desde el inicio de la conquista, una clase terrateniente señorial que acaparó propiedades con privilegios de casta. Por el contrario, en Nueva Inglaterra florecieron a partir del siglo XVII las colonias de campesinos libres, que cimentaron la pujanza capitalista.

Las elites neoliberales de América Latina siempre idealizaron la competencia y el mercado fuera de su radio de influencia, mientras usufructuaban del manejo de plantaciones, haciendas y latifundios. Por un lado, enaltecían el modelo de pureza capitalista estadounidense y por otra parte consolidaban la gestión improductiva de sus inconmensurables extensiones de territorio. Esta misma duplicidad se verifica en la actualidad. Los herederos de los viejos terratenientes exaltan ahora el capitalismo globalizado y digital del socio norteamericano, mientras refuerzan la primarización de sus propias economías.

Existen innumerables debates entre los historiadores sobre las condiciones económicas, los desenlaces sociales y los cursos políticos, que determinaron la trayectoria antagónica de Estados Unidos y América Latina. Algunos realzan el contexto geográfico dispar y la gran diferencia de desarrollo entre las poblaciones preexistentes, otros remarcan la enorme divergencia entre modelos de colonización capitalista y precapitalista. Mayores controversias suscita la evaluación de cuál fue el momento de consolidación de la brecha histórica entre ambas regiones.

Las tesis que fijan esa fractura desde la misma llegada de los conquistadores europeos, contrastan con los enfoques que atribuyen la gran divergencia, a la forma en que se resolvieron las grandes epopeyas en ambas zonas (Guerra de la Independencia y Guerra de Secesión). Pero no cabe que duda que la maduración de dos configuraciones contrapuestas de capitalismo agrario y parasitismo oligárquico, desembocaron en cursos antagónicos de industrialización autocéntrica y mero subdesarrollo (Cardoso, Pérez Brignoli, 1979: cap 4).

El camino norteamericano de desenvolvimiento agrario dio lugar a un intenso desarrollo fabril. En cambio, el curso biskmariano de acaparamiento territorial obstruyó en el sur, el despunte de los mercados internos requeridos para transitar ese sendero. Las haciendas, plantaciones y latifundios sólo reciclaron la dependencia y el retraso de América Latina. Con ese trasfondo de disparidad estructural, las empresas del Norte capturaron posteriormente los mercados del Sur e impusieron la dominación imperial de todo el ¨Patio Trasero¨.

Los liberales siempre atribuyeron esas bifurcaciones a la supremacía anglosajona, frente a la ineptitud latina. Nunca evaluaron las condiciones que indujeron a esa contraposición de comportamientos de las elites gobernantes.

Esa omisión impide registrar hasta qué punto el neoliberalismo contemporáneo reproduce el mismo patrón de frustraciones del pasado. El extractivismo minero, la primarización exportadora y la especialización en los eslabones básicos de la cadena industrial de valor, recrean las viejas patologías económicas. La distancia con Estados Unidos y la monumental brecha con China vuelve a reciclarse, porque el neoliberalismo contemporáneo ofrece el mismo recetario de fracasos que sus antecesores.

Contrastes historicos aleccionadores  

El desarrollo de América Latina fue obstruido por la anulación liberal de la soberanía regional. Ningún Estado de la zona maneja con plenitud o efectividad ese atributo por el sometimiento que ha impuesto la custodia estadounidense. El modelo neoliberal de las últimas décadas recortó nuevamente todos los márgenes de esa independencia.

Todos los países de la región reúnen formalmente las características de los Estados nacionales, pero en los hechos operan como formaciones sometidas a los vetos que dispone el Departamento de Estado. Washington hace valer en forma explícita o disimulada su gran supervisión, mediante controles geopolíticos y condicionamientos económicos. En los momentos críticos, la injerencia de sus embajadores es directa e incide en las decisiones cotidianas de los gobiernos.

Esa carencia de soberanía efectiva, impide a los países latinoamericanos desenvolver las políticas económicas autónomas, que se requieren para superar el subdesarrollo. Esa dependencia recicla, a su vez, la inserción periférica de la región en el capitalismo mundial.

Para los neoliberales contemporáneos la carencia de soberanía no constituye ninguna adversidad. Subrayan que esa ausencia es natural, en el contexto de la ¨interdependencia¨ imperante entre todos los países del planeta. Pero omiten registrar que esa amalgama no es equitativa. Opera con normas de jerarquía, dominación y subordinación.

Tampoco atribuyen ninguna gravitación a la carencia histórica de soberanía, que contrapuso el devenir de Estados Unidos con América Latina desde el siglo XIX. Explican esa brecha por alguna inferioridad cultural legada por la herencia aborigen, frente a la pujante modernidad anglosajona. Pero el curso real de la historia se entiende con miradas críticas de esos mitos.

La primera potencia desenvuelve un rol particularmente dominante en todo el continente, al cabo de un largo proceso histórico que situó a Estados Unidos en un lugar contrapuesto a Hispanoamérica. Esa trayectoria le permitió conquistar y consolidar desde el siglo XIX, la soberanía efectiva que sus vecinos del Nuevo Mundo no lograron conservar.

Estados Unidos obtuvo ese manejo pleno del Estado en dos secuencias diferenciadas de la revolución burguesa, que pavimentaron el excepcional desarrollo económico del país. El primer hito de la Independencia (1776) permitió crear las instituciones que favorecieron ese desenvolvimiento. Los grupos agro-mercantiles dominantes del Norte lideraron un largo proceso de disputa con las potencias coloniales de la época (Gran Bretaña, Francia y España), que aspiraban a fraccionar ese territorio para preservar su poder en el continente.

El capitalismo se expandió en el Norte sin ningún resabio ni obstrucción de las formaciones históricas precedentes. Transformó el genocidio de los indios en un proceso de expansión agrícola de pequeñas producciones altamente competitivas.

El segundo momento del despegue estadounidense fue la Guerra de Secesión, que estalló cuando el capitalismo del Norte se tornó inconciliable con el esclavismo del Sur. Los sucesivos compromisos entre ambos sistemas afrontaron un punto de quiebre, cuando la ampliación geográfica de las plantaciones chocó con el desarrollo del mercado interno. Con el triunfo del Norte se consumó la primacía definitiva de la industria, en sintonía con un nuevo ciclo de ensanchamiento de la frontera, mediante la entrega de tierras a los granjeros blancos (Bender, 2011: 171-184).

Pero el capitalismo se consolidó derrotando a las corrientes democrático-radicales del Norte y reconstituyendo el poder de los plantadores en el Sur, que recuperaron sus posiciones y reemplazaron la esclavitud por nuevas formas de opresión de los afroamericanos. Con ese pacto entre las elites de ambas zonas, la renovada exportación de algodón aportó las divisas requeridas por la industria (Post, 2011: 93-103).

De ese desenlace emergió el poderoso Estado-nación, que comandó la conquista del resto del territorio y la posterior dominación de todo el continente. Ese control comenzó con el desplazamiento del centro económico a Nueva York y con la constitución de una estructura monetaria y financiera centralizada, que sostuvo las subsiguientes fases de la industrialización.

Esta sucesión de acontecimientos y desenlaces permitió a Estados Unidos transformarse en la potencia imperial dominante del siglo XX.

América Latina siguió una trayectoria totalmente opuesta, pero no desde el debut de su Independencia. Esa emancipación fue un proceso semejante al curso seguido por Estados Unidos. Las elites criollas actuaron con la misma motivación de sus pares angloamericanos, bajo las mismas influencias de la Ilustración y con los mismos propósitos de aligerar la carga impositiva. Desenvolvieron tanteos parecidos de mera autonomía inicial y posterior búsqueda de alianzas con las potencias rivales de su dominador (Knight, 1998)

También fue semejante la ruptura final de las elites con los funcionarios del Rey y el consiguiente inicio de una revolución burguesa, signada por el cambio del grupo dominante en el manejo del Estado. Los criollos asumieron ese control, pero al cabo de una guerra de Independencia mucho más radicalizada que la prevaleciente en Norteamérica. Las contiendas bélicas fueron más intensas y devastadoras, con mayor movilización popular y participación de negros e indios, que frecuentemente impusieron el inmediato fin de la esclavitud.

Ese carácter jacobino de las revoluciones hispanoamericanas se zanjó -al igual que en anglo américa- con un resultado regresivo para los sectores populares. En los dos casos se verificaron los efectos de la contrarrevolución social, que sucedió a la victoriosa revolución política.

En estas secuencias despuntaron asimetrías entre los dos polos del Nuevo Mundo, pero el resultado final fue semejante. En ambos lugares se logró la Independencia y la posterior consolidación de clases dominantes locales. La gran diferencia radicó en la naturaleza social contrapuesta de esos sectores.

En América Latina no se consumó ninguna Guerra de Secesión, como la verificada entre en Norte y el Sur estadounidense. En lugar del capitalismo industrializado que sucedió a esa conflagración se consolidó de entrada una formación económico-social de subdesarrollo agrario. El predominio de los latifundios, las haciendas y las plantaciones fue el dato dominante de ese período.

En América Latina la revolución burguesa quedó a mitad de camino, al cumplir tan sólo la meta política de la independencia. No abrió rumbos para el desenvolvimiento capitalista acelerado que prevaleció en Estados Unidos. En la región se conformó una multitud de Estados oligárquicos, que obstruyeron la gestación del ruralismo competitivo y bloquearon el despegue de una industrialización intensiva (Kossok 1990: 3-7).

Esa estructura social contrapuesta de ambas regiones se consolidó en la segunda mitad del siglo XIX, cuando la ausencia de una agricultura capitalista en Latinoamérica sofocó definitivamente el despunte industrial. Esa obstrucción afianzó la especialización regional en insumos agro-mineros básicos de exportación. Los terratenientes que lucraban con ese tipo de explotación afianzaron la inserción internacional subordinada de la región. Consolidaron Estados oligárquicos que sellaron el status dependiente de América Latina.

El capitalismo que emergió de esa configuración quedó aprisionado en el subdesarrollo por el acaparamiento inicial de la propiedad territorial. Nunca emergió el protagonismo de los granjeros que en Estados Unidos se entrelazaron con la industria. En América Latina ambos procesos quedaron obstruidos por las oligarquías liberales, que abrieron las aduanas a la importación manufacturera, como contrapartida de sus ventas de materias primas a las metrópolis.

El crecimiento intensivo y auto centrado que caracterizó a la economía estadounidense contrastó con el estancamiento, que predominó en las haciendas en México, Colombia o Guatemala, en las plantaciones de Brasil y en los latifundios del Rio de la Plata.

Ese curso no sólo obstruyó un desarrollo capitalista desde abajo, sino que impidió también un desenvolvimiento alternativo desde arriba. Por eso quedaron bloqueados los modelos bismarkianos, que en otros lugares (Alemania, Japón) despuntaron por medio de la capitalización de la vieja nobleza.

“El capitalismo se consolidó derrotando a las corrientes democrático-radicales del Norte y reconstituyendo el poder de los plantadores en el Sur, que recuperaron sus posiciones y reemplazaron la esclavitud por nuevas formas de opresión de los afroamericanos”

En América Latina prevaleció una variedad dependiente de ese prusianismo, que combinó el predominio de los grandes propietarios de la tierra, con su asociación subordinada al capital extranjero. La oligarquía no transformó su enriquecimiento en procesos internos de acumulación. Recicló transferencias de valor al exterior, que perpetuaron el atraso económico- social de toda la región (Cueva,1986: 79-101).

La balcanización reciclada  

La mirada liberal enaltece a Estados Unidos y denigra a Latinoamérica, contraponiendo la cohesión que caracteriza a la primera potencia con las fracturas, inconsistencias y fragilidades que prevalece al sur del Río Grande. Pero no aporta ninguna interpretación sobre ese contrapunto. Sólo da rienda suelta a su repetido contraste entre la inferioridad congénita de la región y la asombrosa magnificencia anglosajona.

En ningún momento analiza cómo esa asimetría estuvo determinada por la envergadura de los estados nacionales de ambas regiones. En el Norte primó una estructura continental unificada y en América Latina un disperso cúmulo de fracturas balcanizadas.

Esa diferencia resultó decisiva durante la gestación del capitalismo, que despuntó en torno a mercados internos cohesionados por las reglas de cada Estado nacional. En el intrincado proceso de absorción de etnias y lenguas -que entre 1830 y 1880 devino en Occidente en la conformación de esos Estados- hubo una selección final, que reordenó las incontables posibilidades previas. En ese filtro, el tamaño se transformó en un ingrediente decisivo de la gravitación alcanzada por los emergentes estados nacionales.

Esa envergadura territorial facilitó la ubicación de ciertos países en la cúspide de la jerarquía mundial, frente a los competidores de menor dimensión geográfica. Cuando el poderío económico y militar coincidió con el primer atributo, esa primacía quedó asegurada. Estados Unidos contó con un soporte territorial que América Latina nunca logró plasmar.

Luego de la Guerra de Secesión se forjó en un polo del continente, el Estado-nación centralizado que reemplazó al modelo confederado. En Washington se consolidó un poder efectivo que dejó atrás el esquema asociativo, mediante partidos que ocuparon el lugar de las alianzas interregionales. De la conscripción masiva emergió a su vez una ciudadanía uniforme, con identidades nacionales definidas por la pertenencia a un país unificado.

El viejo equilibrio federal quedó disuelto y la política exterior se transformó en una nítida atribución del Poder Ejecutivo. A medida que el telégrafo y el correo enlazaron a un territorio ampliado por sucesivas oleadas de inmigrantes, el imaginario continental empalmó con un estado moderno, regido por el sistema presidencial.

América Latina quedó signada por una trayectoria radicalmente opuesta. Contaba con ventajas iniciales, en la gestación pionera de la nacionalidad por elites ilustradas que compartían una lengua común. Esa cohesión idiomática introdujo un elemento de enorme homogeneidad en un inmenso territorio (Anderson, 1993: cap 7). Pero la Independencia fue sucedida por una fragmentación de Repúblicas, cuyo trazado quedó condicionado por el molde previo de las unidades administrativas del imperio español.

Esos segmentos funcionaban de manera vertical bajo el mando de la Corona, que bloqueaba las relaciones horizontales y la integración zonal, mediante prohibiciones al comercio intercolonial. Esa obstrucción de los virreyes al ascenso de los criollos fomentó un desarrollo protonacional separado, que no fue revertido por la Independencia.

En el largo período de las guerras civiles se definieron las fronteras y los estados que alumbrarían a las distintas naciones de América Latina. En esa etapa se delimitó el contorno de esa formación, sin dilucidar la eventual convergencia en una estructura continental unificada. Los fuertes choques entre unitarios, federales y confederales, entre defensores del proteccionismo y el libre comercio zanjaron el triunfo de los distintos grupos dominantes, que finalmente moldearon la conformación de cada estado al servicio de sus intereses.

Esa definición siguió en todos los casos el mismo patrón de balcanización, que alimentó la gran variedad de organismos nacionales finalmente gestados. Esa diversidad de estados oligárquicos consumó, a su vez, una alianza con la potencia imperial dominante (Inglaterra), que convalidó la fractura de América Latina en una veintena de estados de insignificante peso internacional. Las destructivas guerras posteriores (Paraguay, Pacifico, Chaco) consolidaron esa fragmentación en islotes mono productores de insumos, apropiados por los terratenientes y sus socios extranjeros.

Ese desemboque de la historia latinoamericana en pequeñas, dispersas e impotentes unidades afianzó definitivamente la brecha con el poderoso estado continental, que se forjó en el Norte. Ambos procesos fueron resultantes de grandes desenlaces político-militares. Estados Unidos emergió como una potencia ascendente de la Guerra de Secesión y América Latina se deslizó hacia la marginalidad periférica, luego de la derrota del proyecto de unificación continental de Bolívar.

Esa iniciativa tenía un basamento convergente con San Martin y se configuró en el curso de la propia batalla por la Independencia. Esa lucha exigió extender geográficamente la guerra e incorporar masivamente a los plebeyos para vencer al enemigo realista. En esa confrontación irrumpieron las fuertes las tendencias al separatismo regional, que asumieron distintas modalidades del liberalismo federalista (Kohan 2013: 69-113).

“En el largo período de las guerras civiles se definieron las fronteras y los estados que alumbrarían a las distintas naciones de América Latina”

Bolívar propició un esquema centralista, para combinar en una sola articulación la confederación de estados nacionales emergentes. Pero no pudo neutralizar la reacción de las oligarquías locales, reacias a compartir los lucros de cada localidad. Esos grupos dominantes quedaron además espantados por la movilización militar de los esclavos y los indios (Soler 1980: cap 2).

La derrota del proyecto de unidad continental acentuó la balcanización de América Latina y facilitó nuevas guerras, que potenciaron las sub fracturas ulteriores de las Provincias del Sur, la Gran Colombia, la Confederación Peruano-boliviana y las cinco Repúblicas Centroamericanas (Guerra, 2006: 82-95). Esta fragmentación contrastó con la sólida unificación continental de Estados Unidos, que comenzó a concretar su dominación del ¨Patio Trasero¨, a partir de esa descomunal diferencia de poderío.

Ciertamente la mera unidad latinoamericana no garantizaba de por sí, un curso de sostenido desarrollo, equiparable al logrado por la potencia del Norte. Basta notar que Brasil mantuvo y acrecentó su dimensión continental y al mismo tiempo compartió el destino de atraso que imperó en Hispanoamérica. Un territorio inmenso, gestionado con la estructura importada por un emperador lusitano que consolidó la esclavitud, cargaba con las mismas adversidades que sus vecinos.

Pero el ideario bolivariano no se limitaba al enlace unitario y sentaba los cimientos para una trayectoria alternativa a la dependencia. La balcanización ha legado, en cambio, la tradición de impotencia política y servilismo al imperio que corporiza el neoliberalismo. Los sucesores de esa corriente recrean la larga historia de subdesarrollo y privaciones populares que ha caracterizado a la región. En nuestro próximo artículo analizaremos la alternativa socialista a esa desventura.

Fuente: Alai

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