lunes, diciembre 9, 2024
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Diferentes imperios, iguales pretextos. Por Rául Antonio Capote

Los anales de los imperios, que a lo largo de la historia han ejercido su dominio sobre los pueblos, cuentan siempre en sus páginas con abundantes relatos sobre el papel de los mercenarios en sus conquistas o en la represión de la resistencia.

No escasean las narraciones escritas y orales sobre la fabricación de pretextos para invadir y apropiarse de territorios vecinos o mantener a raya a la rebeldía popular acallando cualquier clamor de independencia.
Recientemente recordamos el triste episodio del fusilamiento de los estudiantes de medicina, acusados falsamente de haber rayado el cristal de la tumba de un periodista español enemigo de la independencia, Don Gonzalo de Castañón, el 27 de noviembre de 1871.

Un acto de odio y revanchismo cometido por el Cuerpo de voluntarios al servicio del poder colonial de España.

Nada de absurdo tiene, aunque lo parezca, el famoso «entierro del gorrión» ocurrido también en época de la colonia, mientras se desarrollaba la Guerra de los Diez Años.
Según cuenta la historia, había caído muerto un gorrión en la Plaza de Armas y los voluntarios acordaron hacerle un entierro de carácter patriótico, con honores militares, misa y cantos.

El cuerpo del gorrión recorrió Matanzas, Cárdenas y Puerto Príncipe, donde le rindieron tributo las autoridades españolas y las más notables familias fueron obligadas por los voluntarios a mostrar sus respetos al «mártir caído».

De regreso al Castillo de la Real Fuerza lo colocaron en una carroza fúnebre que, escoltada por un batallón y la banda de música de los voluntarios, llevó el cuerpo al Cementerio de Colón, donde fue sepultado.
Un gato, al perecer «culpable» de la muerte del pajarito, fue considerado mambí, sometido a Consejo de Guerra y fusilado.

Debemos recordar que los españoles eran llamados gorriones y los cubanos bijiritas. Este entierro sirvió a la prensa de la época para enaltecer el coraje, la valentía y el patriotismo de los españoles y al Cuerpo de voluntarios para mostrar su dominio y odio a los insurrectos.

Eran aquellos años en que malos cubanos, lacayos de España, vistiendo orgullosos el uniforme de rayadillos o el flamante vestuario de los Guías de Weyler, taconeando un fandango andaluz en el histórico Café de Ligeros, celebraban la muerte de algún jefe mambí.

Cualquier semejanza con otros cubanos, que se reúnen en ciertos lugares de Miami a clamar por la invasión militar extrajera a su tierra de origen, a aplastar discos de músicos patriotas o a pedir tres días de licencia para matar, no es casual coincidencia.

Como no lo es cuando, desde su propia tierra, algunos nietos de Media Cara solicitan el envío de marines yanquis para acabar con la obra de tantos años de empeño y sacrificios, reniegan de su sangre y su historia y se arrodillan a los pies de los extranjeros.

El naciente imperio estadounidense se valió de un pretexto, la voladura del acorazado Maine, famoso por su historial de persecución de las expediciones mambisas, para declarar la guerra a España y apropiarse de Cuba, Puerto Rico, Filipinas y otras de sus posesiones de ultramar.

Cualquier pretexto contó siempre con la colaboración rendida de sus lacayos, y les sirvió durante la  seudorrepública para ocupar la Isla siempre que estimaron conveniente.

Contra la Revolución Cubana han desplegado toda su imaginación para crear Maines, desde las provocaciones de la operación Mangosta hasta el sainete del Síndrome de la Habana.

Diferentes imperios, iguales mercenarios, iguales pretextos para sojuzgar a la Isla, iguales resultados: nunca han podido ni podrán, ni entonces ni ahora,  acallar la rebeldía de una nación nacida para ser libre, justa e independiente.

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