Lo insólito en América no es que la izquierda llegue al poder por vías democráticas, lo insólito sería que sus enemigos les permitan cumplir promesas al pueblo sin soportar el asedio de las oligarquías y traiciones, una lección aún vigente a medio siglo del gobierno de Salvador Allende.
Un sentimiento de desconcierto pesaba en el regreso a casa que Allende nos pidió aquel 29 de junio de 1973, la victoria popular ya no se sentía tan certera, tan propia, regresábamos en silencio. Esta confusión y silencio taciturno fue aumentando al paso de los días.
El gobierno inició negociaciones de emergencia con la derecha y acordó devolver las 350 fábricas tomadas y las fincas agrícolas. Carlos Prats, el general allendista vencedor del Tancazo, fue sometido a graves provocaciones, casi linchado en las calles del Barrio Alto, y su renuncia fue aceptada, abriendo paso a los verdaderos conjurados, Pinochet, Toribio Merino y Leigh.
En los cordones y las comunas campesinas y populares la mayoría estaba por no devolver nada, por el contrario, reforzar las posiciones, querían recordar al Allende que llamó a defender reciamente la patria. Los debates se ahondaron y crisparon. ¿Se seguía creyendo en el carácter insólito del proceso, en la constitucionalidad del ejército y la burguesía?, ¿habría que preparar la resistencia o seguir disciplinadamente al gobierno y los dirigentes? ¿Qué partido tenía razón y cómo avanzar en la unidad? El documental de Patricio Guzmán lo recogió espléndidamente.
Los equipos de inspectores obreros se incorporaron activamente en sus cordones, muchas fábricas fortalecieron las defensas y lograron un cierto número de armas. La disputa por los espacios conquistados se intensificó en esas circunstancias.
Los argumentos permitieron ir repasando los hechos del proceso. Antes de la toma de posesión ya hubo una señal clara con el asesinato del general Shneider por un comando de dos generales y miembros de Patria y Libertad, pagados por la CIA, se supo; también las había en la historia de Chile: la masacre de mineros del salitre en Santa María de Iquique, que los Quilapayún recordaban en su cantata; el golpe de Estado que terminó con el régimen parlamentario en 1924, y otros.
El carácter insólito del régimen chileno se repetía con frecuencia como argumento decisivo, a algunos nos parecía que no lo era tanto como para evadir la creciente lucha de clases. Yo usualmente les recordaba que en España en 1931 las izquierdas ganaron las elecciones, encabezadas por un socialista que inició las reformas agrarias, sociales, educativas, el voto a la mujer y la laicización del Estado, pero el golpe militar arrasó todo, las similitudes eran innegables.
Nos parecía que Chile no podría ser tan insólito en nuestra América, esa sí insólita, plagada de dictadores sostenidos por Estados Unidos. Los golpes de Estado que fomentó fueron dados a gobiernos nacionalistas electos constitucionalmente. Contra la reforma agraria en la Guatemala de Jacobo Árbenz, en 1954, y el Brasil de Goulart, en 1964; contra Perón, en 1956, y el gobierno del MNR, en Bolivia, en 1964; de manera brutal al gobierno de Juan Bosch en Dominicana, primer presidente electo democráticamente allí en 1965.
Los movimientos armados y las revoluciones surgieron como respuesta a esos golpes, algunos triunfaron, como en Venezuela contra Pérez Jiménez y en Cuba contra Batista. Muy recientes estaban los golpes en Bolivia en agosto de 1971 contra Torres y acababa de suceder en Uruguay, la “Suiza de América”, en marzo de 1972 con el estado de sitio.
El gobierno de Allende había triunfado impulsado por sólidos movimientos: en 1968 hubo mil 939 huelgas nacionales y en 1969 fueron 5 mil 995 que involucraron a más de 350 mil trabajadores; movilizaciones campesinas demandaban la reforma agraria y pobladores de barriadas exigían vivienda, nutridas marchas estudiantiles reclamaron una reforma educativa. Todos estaban a la expectativa. Pero la UP no obtuvo la mayoría en las cámaras, que se convirtieron en el muro de contención para las esperadas reformas.
La chilenización del cobre iniciada por el ex presidente Frei mediante negociaciones con las empresas era muy parcial. Pero por unanimidad el Congreso aprobó el 11 de julio del 71 la “nacionalización total e irreversible” de 150 de las 350 empresas, pero que producían 45 por ciento del cobre. Las dos grandes, Anaconda y Kennekot, tenían acumuladas ganancias por 7 mil millones de dólares, inmediatamente iniciaron el contrataque: en cortes internacionales exigiendo indemnizaciones exorbitantes y soterradamente con el bloqueo total de repuestos, compras de mineral, embargos de cargamentos; apoyándose en la expertisse que habían adquirido en la operación Mangosta desatada para socavar a la revolución cubana y derrocar a Cheddi Jagan en Guyana. El golpe iniciaba su marcha en Chile.
El 19 de abril de 1973 estalló la huelga en el mineral del Teniente, imponente mina a cielo abierto. En enero el gobierno acordó un sustancial aumento al salario para contrarrestar las carencias impuestas por la desatada inflación. Los mineros acusaron al gobierno de no cumplir con acuerdos firmados anteriormente y plantearon un aumento mucho mayor. La huelga se prolongó dos meses.
El cobre, se decía en Chile, era el sueldo de todos, se perdieron unos 60 millones de dólares. Muchos señalaron que había condiciones excepcionales en el país, que había demasiado economicismo en los mineros. La huelga obtuvo la aprobación de la junta de la gran minería y fue convertida en el símbolo de la derecha que se volcó a un descomunal apoyo, incluyendo a las señoras cacerolistas de los barrios altos. La confusión era enorme.
Fuente: La Jornada
Tomado: Resumen Latinoamericano