En conversaciones con vecinos, expertos, jóvenes y siguiendo el hilo de nuestra prensa nacional, es común escuchar la valoración (cierta por demás) de que se ha producido una arremetida brutal de Estados Unidos contra Cuba en los últimos años. Se ha manejado una cantidad de argumentos que hacen innegable tal afirmación, las evidencias están por todas partes.
Sin embargo, sería útil detenerse en una pequeña pregunta al valorar los hechos recientes: ¿es una ofensiva contra nuestro país, o una “contraofensiva”? Y muchos lectores dirán, ¡qué más da, hace el mismo daño! Esa aseveración también es atinada, pero desde el punto político tendría cierta utilidad analizar cuál de los dos conceptos caracteriza mejor lo sucedido, porque la respuesta puede tener implicaciones futuras.
Ya en otras ocasiones se ha hablado de que el nivel de intensidad del enfrentamiento contra Cuba durante los años de Trump no fue constante, registrando sus notas más altas en los últimos doce meses. Hay coincidencias también en cuanto a que el grupo amorfo de funcionarios y oportunistas que rodeó al empresario-mandatario no elaboró una estrategia política detallada contra Cuba, sino que entregó la concepción y conducción de las acciones principales a una secta reducida de politiqueros con un alto componente cubanoamericano.
No obstante, lo que se hacía contra Cuba era un componente que encajaba de forma precisa en el propósito general de borrar de los libros de historia cualquier legado significativo que pudiera haber registrado el gobierno del primer presidente negro de los Estados Unidos, Barack Obama. También guardaba relación con la política de estado consensuada contra la Isla por largo tiempo. Pero hay evidencias de que los retrocesos en el tema cubano no fueron tan marcados entre el 2017 y 2018, como si resultó a partir de la segunda mitad del 2019.
A pesar de que la directiva presidencial sobre Cuba firmada por Trump en junio del 2017 tenía la intención de dejar sin efecto el documento similar refrendado por Obama a finales de su mandato, no cortó de golpe un grupo de tendencias que se venían produciendo y ni siquiera cuestionó los 22 memorandos de entendimiento, que se habían firmado durante el proceso de negociaciones bilaterales.
Uno de los datos más significativos para refrendar esta teoría es que, si bien las facilidades para las conexiones aéreas y por mar entre ambos países se habían creado en años precedentes, fue en el 2017, 2018 y 2019 cuando se registraron los principales volúmenes de viajeros desde Estados Unidos. Las cifras oficiales fueron de 1 001 424, 1 105 801 y 1 001 391, respectivamente. Aunque los totales se dividen casi a la mitad entre viajeros estadounidenses y cubanoamericanos desde ese mercado, en los dos primeros años la mayoría por escaso margen pertenecía al primer grupo.
En sentido contrario, la mayor cantidad de viajes de cubanos residentes en la Isla hacia el exterior (en general) se produjo también en el mismo período, con totales históricos de 889 542, 1 111 374 y 1 307 523, respectivamente. En un entorno que ronda el 80 % en cada caso, se trataba de viajes a Estados Unidos, de los cuales más del 70% de las personas permanecían por períodos de estancia inferiores a los 24 meses, es decir, no emigraban.
¿Qué significaban estas cifras tomadas de conjunto? Pues al menos dos cosas:
- Si bien el cambio político relativo respecto a Cuba había sucedido en años precedentes, el movimiento humano como resultado del mismo estaba ocurriendo después, a pesar del barraje de información negativo contra la Isla que ya comenzaba a tener lugar y de la puesta en escena de la novela de los “ataques sónicos”. Al menos el 90% de los estadounidenses que regresaban desde Cuba expresaban que había una diferencia entre la realidad que habían apreciado y la enseñanza recibida en las escuelas, o lo que les llegaba desde el mundo virtual de la prensa y las redes sociales. De ese por ciento también la mayoría regresaba con una visión favorable del país vecino, o de que al menos no habían encontrado ni en los hoteles, ni en las casas particulares, el malecón habanero, o en caminos vecinales el “enemigo” que pretendía atacar la “democracia americana”.
- Las cantidades de viajeros cubanoamericanos por su parte cuestionaban en cierta medida el discurso de la contrarrevolución floridana en su emporio natural. Y si hablamos de la calidad de los viajeros, el espectro de los mismos llegó hasta viejos “luchadores anticastristas” sin vínculos terroristas, que vinieron a reencontrarse con su país de origen, con su gente, que reconocieron o no, públicamente o no, que habían estado del lado equivocado de la historia, pero que de alguna manera se reconciliaron consigo mismos y se sintieron mucho más a gusto en un segundo y tercer viaje. Los totales de viajeros de aquí hacia allá, también trasladaban un mensaje similar: soy libre de ir allá (EE UU) disfrutar lo espiritual o material que me guste, pero regreso a donde pertenezco, a pesar de que dicen que “esto está complicado”, en referencia a limitaciones materiales.
Se pueden relacionar otros hechos muy importantes que sucedieron en aquellos mismos años, pero estas cifras que se han mencionado en párrafos precedentes y su impacto social en ambas orillas, estremecieron por primera vez el andamiaje de la “industria del odio” y todo el entramado de financiamiento federal y privado que la ha sostenido en pie por más de 60 años. ¿Cómo vender odio en una circunstancia en que se estaba produciendo un genuino contacto pueblo a pueblo a un nivel impensable e el pasado?, ¿cómo vender la imagen de la “falta de derechos y libertades”, si los visitantes estadounidenses se felicitaban de que sus hijos tenían una libertad nocturna que no gozaban en sus lugares de residencia en el Norte?.
Aunque se ha mencionado en otros textos, no es ocioso recordar que lo narrado hasta aquí tenía lugar en una escenografía histórica en la que se producía un intercambio cultural inusitado, en el que varias ONGs y grupos privados organizaron los más masivos y extensos recorridos de artistas e intelectuales cubanos por la geografía estadounidense. No solo por Miami, sino por los circuitos verdaderos, que van desde New Orleans, hasta Los Angeles, Chicago, New York y el propio Washington DC. Eran los años en que se aprobaban más de 30 resoluciones de ciudades grandes y pequeñas pidiendo colaboración con Cuba, 11 de ellas en el tema de la salud. En el 2017 Chicago, Illinois, vio coronado su esfuerzo al concretar el primero de estos acuerdos con presencia de expertos cubanos. El propio año (bajo Trump) se firmó y comenzó a funcionar el primer acuerdo conjunto entre dos instituciones (Centro de Inmunología Molecular y Roswell Park Cancer Center) de la industria biofarmacéutica. Eran los años de un intercambio académico y universitario intenso, donde los especialistas estadounidenses llegaron a ser la mayoría de las representaciones extranjeras en eventos y congresos celebrados en Cuba, como sucedió incluso en la conmemoración por los 500 años (noviembre, 2019) de La Habana, cuando el grupo estadounidense fue el más nutrido entre los visitantes. En ese momento se firmó un acuerdo de cooperación entre la ciudad de New Orleans y la capital cubana,
A mediados del 2019, sucedió algo muy apegado a la más pura tradición política estadounidense, se oyó en el Sur de la Florida la voz de “estamos siendo atacados!”, para justificar una reacción radical contra el estado de cosas. La proximidad a la ocurrencia de nuevos comicios electorales en el 2020 hizo suponer a la tribu legislativa de cubanoamericanos que, de no producirse un “cambio fundamental en las circunstancias”, tendrían que abandonar el negocio que le había abierto tantas puertas en sus vidas y empezar a trabajar de forma tangible por primera vez. Si bien después del 2001 la contrarrevolución de origen cubano radicada en Estados Unidos debió abandonar el terrorismo como arma fundamental de su “lucha”, al final de la segunda década del siglo XIX percibían que se quedaban sin instrumentos, ni fundamentos.
El resto de la historia es conocida: cambios en la Oficina del Asesor de Seguridad Nacional, en la Oficina del Director para América Latina del mismo órgano y un acuerdo de un senador de la Florida con un presidente advenedizo: “me entregas completamente la política hacia Cuba y a cambio te protejo las espaldas en el Comité de Inteligencia que presido”. Más o menos por ahí anda la génesis de la mayoría de las 243 medidas contra Cuba que se agolparon en poco tiempo, con premura, sin respetar las sacrosantas consultas interagenciales, sin revisar cuánto de lo que se hacía perjudicaba o no el “interés nacional” de los Estados Unidos.
Había tres prioridades absolutas: “cortar los viajes, cortar los viajes y, adicionalmente, cortar los viajes”, lo cual sucedió “over night” (en una noche), literalmente con pasajeros a bordo en buques, o sobrevolando la Isla.
Además se autorizó mucho dinero, todo el dinero posible, el que se declara en el presupuesto federal y el que está en los acápites secretos, para montar una maquinaria de desinformación sobre Cuba, que borrara todo lo ocurrido, que le cambiara el contenido a cada hecho, que sustituyera los recuerdos de viajeros y anfitriones, de emisores y receptores. Una maquinaria que cambió el Sol brillante por la tempestad y la paz relativa por la rivalidad más desembozada.
El “contrataque” debía ser lo suficientemente masivo para que tuviera el mismo efecto del napalm sobre la piel de Vietnam, pero esta vez sobre la conciencia de la gente común. Y junto a la desinformación masiva medidas más quirúrgicas y puntuales: tocar a la puerta de académicos y periodistas que daban criterios positivos sobre Cuba; desaprobación de créditos a empresarios que habían descubierto en la Isla del Caribe una oportunidad y situar un scanner ideológico en el aeropuerto de Miami para cuanto artista cubano que arribaba, con un gran cartel que decía: “si no repites mi credo político, aquí ni tocas, ni cantas, ni cobras”.
Estas acciones y otras tuvieron por primera vez una dimensión masiva y reiterativa en las redes sociales con un impacto que ciertamente buscaba afectar al público cubano, pero sobre todo a los millones de estadounidenses que ya habían conocido Cuba de primera mano. Una contrarrevolución de rancia tradición racista y homofóbica comenzó a tratar de moverse incluso en los espacios de afrodescendientes y en las comunidades LGTBQ y encontró algunos crédulos.
Por ahí andaban cuando apareció ese actor diminuto que ha hecho temblar a la Humanidad: el SARS-CoV-2. A la altura de febrero o marzo del 2020 había confusión, pero a los pocos días se fue entronizando el pensamiento del que se considera primer mundo económico, pero en realidad es tercero intelectual. Se llegó rápidamente a la conclusión de que Cuba no resistiría, de que habría muertes masivas, que el sistema médico colapsaría, lo cual unido a otras penurias provocadas desde el exterior, llevaría finalmente al ansiado “estallido social”.
Esa fue la versión que le entregaron a Biden en el 2021 los analistas del “estado profundo”, que esta vez aseguraron estar más cerca de la verdad que cuando se le convenció a Kennedy de firmar la proclama del bloqueo en 1962 y a Clinton de aceptar la filosofía de la Ley Torricelli en 1992.
Pero resulta que en el 2022, y parece que la cosa va de 30 años en 30 años, Cuba ha vuelto a resucitar del último zarpazo de una forma inesperada: produciendo cinco vacunas propias contra la COVID19, protegiendo a casi la totalidad de su población, exportando su conocimiento a quienes quieren compartirlo, teniendo una de las tasas más bajas de fallecidos por millón de habitantes, siendo pionera en la inmunización a menores, controlando en buena medida el riesgo de la apertura de las fronteras, mostrando un éxito inusitado frente a lo que se llama la “cuarta ola”, con un orden social adecuado.
Sabemos que los contrataques de realidad virtual continuarán, pero también se seguirán desdibujando los argumentos que se utilizan, como sucedió en el pasado reciente con los “ataques sónicos”, “las tropas en Venezuela”, el “alzamiento generalizado” y en estos días con los “juicios a menores”. Cuba y su gente están bien insertados en una comunidad internacional de la que una parte de Estados Unidos se autoexcluye. No es a la inversa.
(Tomado del CIPI)
Fuente: Cubadebate