Por Ana Cristina Bracho.
En estos tiempos de tanto ruido es fácil indigestarse de incertidumbre. Los titulares repletos de datos sobre cómo cae la bolsa o sobre la demencial pugna arancelaria nos desconciertan, incluso parece que nos distraen de notar que son los viejos manejos de la expoliación con herramientas nuevas.
Es verdad, hemos hablado por décadas sobre una crisis civilizatoria; de cómo Estados Unidos y Europa no dejan de dar muestras del fin de su tiempo, o, sobre cómo los discursos de odio se vuelven pan de cada día. Al hacerlo vemos caer quimeras, en especial la de la globalización con la que dibujaron un mundo ideal pero un par de décadas después sus resultados son evidentes: no acercó al mundo, no mejoró la economía y sólo aumentó la dependencia y la pauperización de las grandes mayorías.
De allí que cualquiera que mirase con el ojo atento y el corazón la realidad concluiría que las cosas no iban encaminadas a que las condiciones mejorasen o que las conclusiones y objetivos de las infinitas cumbres que se producen anualmente se cumplieran. Sin embargo, hay unos giros acelerados que encierran mucho más que cambios de forma.
El mundo visto como una empresa
Interrogados por periodistas que no esconden su sorpresa, analistas, profesores y otros tantos van poniendo el acento sobre cómo pareciera que se ha decidido avanzar de la simple privatización de competencias y estructuras a la privatización de la idea misma del Estado. Este dejaría de ser esa figura tan especial y única para no ser más que una simple empresa que puede -e incluso debe- ser manejada por personas que nunca han conocido cómo manejar lo público, la diplomacia o la garantía de los derechos.
Esos nuevos sujetos no tan sólo vienen de otros espacios, sino que desprecian las estructuras de gobierno. Aspiran a ellas, pero construyen un discurso en su contra, para ellos todo lo que tiene que ver con lo público es malo, sus agentes se presentan como una “casta”, como elementos a ser suprimidos. En esto, se ve claramente cómo lo que se hace en la Argentina o en Estados Unidos está regido por un mismo pensamiento.
El discurso es tan violento y generalizador que presentan sin sonrojos, cuando llegan al poder, escenas cinematográficas de represión contra todos los que significan la alteridad, incluso fuera de contextos de manifestación, quizás con más fuerza en medio de estas. Al punto que pareciera incluso un objetivo mostrar a esa nueva estructura malpuesta pero anhelada, en transición o en eliminación, como un sujeto que se desprende de las obligaciones del régimen anterior -tal como si se tratase realmente de un ancient-règime- por lo que se ubica esta nueva clase que ha tomado el poder por encima de los acuerdos internacionales e incluso del universo normativo nacional.
Así, cambian los sujetos, las formas, las pericias, los objetivos que generalmente guiaban los gobiernos. Este nuevo sujeto parece moverse sobre todo para que el Estado gire a favor de sus más individuales intereses, ya sea porque son verdaderos magnates o porque se asocian con ellos, sin ningún sonrojo.
Tanta es esta tensión que, en espacios, como Estados Unidos, donde la pertenencia a uno de los dos partidos significa tanto que hasta ahora servía para determinar tendencias y lealtades se viene a menos. La nueva forma de gobernar parece despreciar incluso a sus aliados, internos o externos, a los que ya no les consulta ni siente que les deba nada. De allí que parece que vayamos a ver cada vez más turbulencias, diferencias y distancias con los propios espacios de donde se agarraron para nacer estos sujetos.
La disrupción importa más que el discurso
Otro asunto que tampoco puede omitirse es la modificación del discurso político, antes pensado para convencer y seducir, construyendo grupos de interés o mayorías mientras que ahora se presenta como un auditorio al que impactar, importando poco si lo que se dice se puede cumplir o incluso si se es cierto o se tiene la intención de cumplirse.
Así, si la verdad es con frecuencia una víctima de la política, en este nuevo esquema incluso deja de ser significativo pensar en ella. No importa, por ejemplo, decir que se tiene la intención de avanzar a la paz sino impactar hasta que todas las industrias, todos los señores, incluidos los de la guerra, ante la posible modificación de su mundo, se sometan.
Del siglo de la luz a la búsqueda de la oscuridad
El siglo XVIII nos ha sido contado como el siglo de la luz, por aquél movimiento de la ilustración que buscaba el progreso, que se opuso al absolutismo y a la primacía de la religión, para construir un Estado laico y repensar la ciudadanía. Sus ideas principales llegaron a nosotros en textos inmortalizados de sus pensadores fundamentales como Voltaire, Montesquieu o Rousseau.
Estas ideas fueron recibidas como universales y marcaron la manera en la que el mundo se ha entendido después de ellas. Siendo también objeto de críticas y de evolución, pero sin lograr ser desplazadas o sustituidas totalmente. El presente, sin embargo, ha abierto la puerta a personajes reaccionarios con ideas tan radicales, tan opuestos a las ideas -aun formales- de la igualdad o de la democracia en estos términos que reivindican la oscuridad, o, al menos así lo resumió Nick Land en 2012 y desde allí han ido surgiendo personajes como los autollamados “libertarios” que buscan la sustitución de todo lo social y político, a favor de su privilegiada economía y de una restauración conservadora radical.
Pocas veces es tan visible como se pretende avanzar a la sustitución de un modelo como en este caso, que para que esto avance se han venido dando pasos previos, como la conjura de la censura y criminalización de todos los que pueden oponerse; la sustitución de la interacción humana por la digital, así como un incremento de la violencia y del odio hasta niveles insospechables.
Frente a esto, todavía se ven movimientos de resistencia, como el que se aglutina en las calles de Estados Unidos en rechazo de las medidas sociales, económicas y políticas, así como los movimientos de los países que buscan la forma de tomar el momento del caos declarado para la reconstrucción de sus propias relaciones, de protección de sus intereses. Así, aquella historia que hace unas décadas veía que el mundo donde las cosas circulaban libremente era la promesa parece llegar a un fin, toca buscar maneras de hacer nacer formulas que nos convengan y frenen este apocalipsis que pretenden que nos toque afrontar.