¿HAY UNA VENEZUELA SIN CHÁVEZ?
“Esta mi vida ya no es mi vida,
yo ya no soy yo,
soy todo un pueblo”
Hugo Chávez
Las preguntas que ahora abundan en las cadenas mediáticas dan cuenta de un afán solapado de discontinuidad en un proceso al cual quisieran ver concluir, de una vez por todas. La sombra de Chávez perturba, porque ya se intuye que no es, precisamente, una sombra inofensiva. Por eso hay una insistencia en matar mediáticamente al líder, y dejar a todo un pueblo huérfano en su propia suerte. Pero el pueblo no renuncia a su líder, porque sabe que lo que vive en el pueblo, no muere jamás. En ese sentido el pueblo es sabio: el deceso físico no quiere decir la muerte del líder; porque lo que éste representa excede su sola presencia.
Entonces, ¿será cierto que los muertos están muertos? Si la vida no se reduce a la pura existencia física, ¿será que la vida se acaba cuando se atraviesa el umbral de la muerte? Resulta curioso que una mentalidad dizque cristiana crea que la muerte acaba con la vida; pues todos los cálculos mediáticos y políticos que se desprenden de la supuesta “Venezuela sin Chávez”, parten de aquel supuesto. Si el supuesto fuera cierto, entonces la realidad quedaría desmentida (y la fe que tanto pregona sobre todo la mentalidad conservadora). Para desmentirla se acude a la calumnia, pero la calumnia también se engaña, pues no descubre nada sino ensucia todo; lo peor: no permite que la propia realidad interpele sus opacas certidumbres.
Si todo se acabara con la muerte, entonces la fe quedaría en nada. A propósito de la reflexión que hacían los religiosos en las exequias del presidente Chávez –y que los políticos deberían aprender a tematizar–, la muerte del líder de un pueblo es ahora motivo para cuestionar nuestras creencias y para limpiar la propia política de su anti-espiritualidad. Pues el fenómeno de la resurrección tiene que ver con el triunfo de la vida sobre la muerte, por eso dice el Evangelio (dado a los pobres): quien cree en mí tendrá vida eterna. Si eso es cierto, la muerte no es nunca el fin. Entonces, ¿cómo el muerto podría abandonar a los vivos? ¿Cómo un pueblo podría quedarse sin su líder?
Venezuela no está sin Chávez, porque Chávez está ahora más vivo que nunca. El pueblo así lo sabe, por eso los testimonios abundan: todo el amor que tenía hacia su pueblo, ya no le cabía en el pecho, por eso se le ha desbordado, para abrazar a todos. Por eso se dice que la Iglesia verdadera está en el pueblo, por eso la “buena nueva” es para los pobres, porque son ellos los “hermanos menores” que claman a los cielos por un redentor que les muestre el camino (que es siempre “camino de vida”) de su liberación. Por eso hay líder. Porque la liberación no es sólo cuestión de ideas sino de ejemplo de vida, y éste es fundamental para que las ideas hagan carne (de lo contrario las ideas se las llevaría el viento).
Parte de nuestra condición humana es aquella empatía necesaria que requieren pueblo y líder en esa recíproca constitución en sujeto. Los poderes fácticos son conscientes de aquello, por eso denuncian todo liderazgo como caudillismo y calumnian de populista toda identificación del pueblo con su líder. Por eso se declaran institucionalistas, porque han perdido toda referencia humana y, en consecuencia, reducen la política al movimiento de la inercia institucional sin sujeto. Eso también hacen los “analistas”; se resisten a tematizar al sujeto, porque el sujeto es irreductible a su consideración abstracta (de datos y números), porque desde la neutralidad valórica que presumen, se les hace imposible comprometerse con la vida del sujeto. Por eso sólo saben hacer “análisis” de la realidad, porque no saben otra forma de auscultar algo que no sea la pura disección; necesitan de la fría materia muerta, quieta, sin vida, para conocer algo. Por eso el conocimiento que logran no sirve para la vida.
Por eso les conviene creer que el líder está muerto y bien muerto, para poder estudiarlo y tasar los cálculos correspondientes que deducen, de acuerdo a los intereses que les apadrinan. Pero la realidad es otra, lo que se les escapa del todo. Si Chávez estuviese muerto, el pueblo no estaría tan vivo. El acompañamiento todavía masivo al líder no sería tan contundente. Para comprender aquello, se requiere de una aproximación más acorde al evento, en consonancia con lo que significa para el pueblo el deceso de su líder.
Los líderes de ahora son los que resucitan a los líderes de ayer. Por eso Bolívar vuelve con Chávez para quedarse ambos, como viento en la sabana, para levantar a todo un pueblo que ha encontrado al fin su destino verdadero. De eso fuimos testigos. El deceso del líder dio lugar a la consolidación de la vocación de un pueblo. Por eso la muerte no fue muerte, porque la vida trascendió a la misma muerte. La generosidad de la vida del líder es ahora la vida que alimenta la determinación de todo un pueblo hacia su propia liberación.
La resurrección no es entonces una reencarnación sino el habitar para siempre entre todos, produciendo la fraternidad anticipatoria en la que, como decía Vallejo, “desayunemos juntos al borde de una mañana eterna”.
La sensibilidad del presidente Chávez era lo que lo alejaba del político tradicional y lo acercaba más al pueblo, por eso podía, de tú a tú, cantar, recitar, reír y hasta llorar con su pueblo. Por eso el pueblo no lo dejó morir: “entonces todos los hombres de la tierra le rodearon y le dijeron ¡coraje!, vuelve a la vida”. Vallejo tenía razón, el cadáver ya no siguió muriendo sino, como viento en la sabana, se ha hecho más pueblo que nunca. Ya no es él sino todo un pueblo, por eso su vida es ahora la vida de ese pueblo. Por eso no hay una Venezuela sin Chávez, así como no hay una Venezuela sola y aislada.
Si algo le reconocerán hasta sus adversarios, es el posicionamiento geopolítico que logró el presidente Chávez de, no sólo Venezuela, sino de toda Latinoamérica, en el nuevo contexto multipolar. Y la vocación integracionista que diseminó entre los demás países nuestros, es lo que no está permitiendo la balcanización de nuestra región. Su apuesta por Maduro no podía ser más acertada, pues él acompañó la travesía estratégica global que protagonizó Chávez. En su discurso ante la Asamblea y ante su comandante ha destacado como el continuador idóneo del ideal bolivariano: la patria grande.
Por eso, lo que nace, es la efectivización del ideal en doctrina. La Doctrina Chávez es lo que se encarna ahora como ideología nacional, lo cual nos muestra una disponibilidad potencial que nace en un pueblo destinado a radicalizar el proceso que ha inaugurado. Esta nueva disponibilidad nacional es la efectivización del proyecto popular bolivariano. El gran legado del líder es precisamente devolverle al pueblo la confianza en su propia potencia. Si se dice que el pecado del líder es su desconfianza en su propio pueblo, el pecado del pueblo es no creer en su propia disponibilidad; por eso decía Fidel: cuando el pueblo crea en sí mismo, se habrá producido la revolución. Ahora podemos decir: el espíritu habrá acontecido en cuanto pueblo.
Por eso el verdadero líder es el que se encuentra en ese más allá en el que ya se encuentra el pueblo, aunque el pueblo no se dé todavía cuenta de ello. Por eso el líder es maestro, porque es primero discípulo. Su sintonía con el pueblo lo expresa esa empatía con lo mejor que contiene el pueblo. Cuando esto de suyo reconoce el pueblo en el líder, es cuando el pueblo empieza a reconocer su propia potencia, es cuando empieza a verse como sujeto. Por eso sufre el deceso de su líder. Porque lo potencial que ha destacado el líder en el pueblo es lo que se levanta como aquella gratitud que se prodiga en el reconocimiento póstumo. La responsabilidad del líder es ahora responsabilidad del pueblo. Ser sujeto consiste en eso, en el hacerse libremente responsable por todo y por todos. Así nace el justo. El que se hace cargo del sufrimiento ajeno.
Pero el hacerse cargo no es gratuito, tiene consecuencias, porque no hay otra que enfrentar a los poderes fácticos. Por eso son perseguidos y vilipendiados por los poderosos del mundo, porque han osado hablar por los más débiles. Entonces, no es una apuesta inocente sino sumamente comprometida, porque en ello se arriesga la propia vida. El justo da la vida, aunque le cueste la vida. Esta máxima abnegación debería de librarle de padecimientos, pero no; es más, parece que el justo es quien más sufre. ¿Por qué?
Es ésta una de las preguntas que más nos conmueven: ¿por qué sufren los justos? ¿Por qué precisamente ellos, los que dan tanta vida, deben sufrir tanto? El llanto del pueblo pregunta algo que ninguna ciencia sabe contestar y el sufrimiento del líder se encarga de ahondar. Si es cierto que son ellos quienes reciben los dardos de odio y maldición que profieren los poderes fácticos, entonces cabe comprender que no hay fortaleza física que pueda aguantar aquello; y si a eso le sumamos la decisión de cargar con el dolor del pueblo y, de ese modo, ahorrarle penas futuras, se entiende su vida como un literal sacrificio.
Pero eso no nos consuela, sino que desconsuela. Y tampoco nos convence, porque el justo no vive su abnegación como sacrificio sino todo lo contrario. Para el que calcula sólo sus propios intereses, cualquier desprendimiento es puro sacrificio, por eso no le interesa nada que no sea su propio provecho. Por eso jamás entenderá la justicia y jamás vivirá el amor en su vida. Pero entonces, si el justo vive su abnegación como lo trascendente de su condición humana, ¿por qué esto no le libra del sufrimiento?
Es la pregunta que le hace uno de los ladrones al crucificado. Éste calla y tampoco responde el otro, pues reafirma su condición de inocente. Entonces la pregunta se amplifica, porque ya no es sólo por qué el justo sufre sino por qué sufre también el inocente.
Pero, de ese modo, la pregunta devela que ya no se trata de una pregunta que pida una respuesta, sino que nos llama a nosotros a hacernos cargo, ya que el justo se ha ido. Tal vez no sea que buscamos una respuesta “satisfactoria” para semejante pregunta sino la certeza de un despertar que nos mueva a realizar nosotros la pasión del justo: acabar con el sufrimiento ajeno. Hay preguntas que no buscan respuesta sino compromiso, y tal vez es mejor que así sea porque, como dicen los que saben, si hay respuesta a por qué sufren los demás, su dolor ya no nos conmovería y nos volveríamos indiferentes al dolor ajeno.
La respuesta cancelaría nuestra motivación a la acción. Es decir, nuestra capacidad de indignación quedaría anulada y, con ella, nuestra sensibilidad se volvería insensible. Los justos morirían en vano.
Pero los justos no mueren porque lo que producen es el compromiso de los vivos. Parece entonces que, al no hallar respuesta al sufrimiento de los justos y los inocentes, buscamos remediar aquello y eso es lo que produce en nosotros el compromiso con los justos. Cuando clamamos a los cielos por el fin del sufrimiento, parece que la vida de los justos nos señala que somos nosotros, todos, en nuestro ahora, los encargados para acabar con aquello. Por eso Túpac Katari decía al morir: volveré y seré millones.
Por eso Chávez es ahora millones. Porque los muertos no están muertos si los vivos hacemos nido de su causa en nuestra vida. Ahora es nuestro turno nos dicen: No desmayen, no claudiquen, porque no están solos, porque los muertos están con los vivos, porque el dolor de los vivos es llanto para los muertos.
Dicen que, si los muertos no rezaran por los vivos, los vivos no vivirían ni un solo día más; entonces, ¿dónde que están muertos? Si los injustos levantan la memoria de sus “héroes”, ¿por qué los humildes no debieran hacer aquello? Ellos honran su memoria nefasta y prohíben que los pobres lo hagan; así quieren apagar la memoria del pueblo y dejarlo abandonado a su suerte.
Por eso hay que afirmar, como nunca, que Chávez vive en el amor de su pueblo (palabra repetida por Maduro, palabra tan desgastada y, sin embargo, tan necesaria, no sólo en momentos de alegría sino, sobre todo, en momentos no tan gratos). Eso queda del más vilipendiado, odiado y calumniado por la plutocracia, no sólo de su país, sino del planeta entero: el amor de su pueblo.
Como el crucificado, quien dio la vida por los pobres, al final sólo se le escuchaban palabras de amor: “perdónalos Padre porque no saben lo que hacen”. Del mismo modo, las palabras de Chávez viven porque iluminan, por eso el pueblo llama a esa revolución, la “revolución bonita”. Por eso, lo que queda es lo que no se ve, pero es lo que da sentido a todo lo que se hará, de ahora en adelante; por eso, aunque ya no esté físicamente, está, dice el pueblo, más cerca de nosotros que antes. Porque ahora él ya no es él, su vida ya no es su vida, sino la vida de todo su pueblo.
La Paz, Bolivia, 11 de marzo de 2013
Autor de “El tablero del Siglo XXI.
Geopolítica des-colonial de un nuevo orden post-occidental”.