El 26 de julio de 1945 en la ciudad de San Francisco, Estados Unidos, diez días antes de la primera detonación nuclear contra Japón y con las potencias del Eje vencidas, se firmaba la Carta de las Naciones Unidas, que creaba la Organización de las Naciones Unidas (ONU) con el propósito fundamental de preservar la paz y la seguridad internacional.
La instancia mantenía como principios fundacionales la igualdad soberana de los Estados, la libre determinación de los pueblos y la no injerencia en asuntos internos de los países. Apostaba por la colaboración y amistad entre las naciones, entendiendo que sólo la cooperación entre ellas era garantía de desarrollo y progreso económico y social y, en definitiva, reafirmaba la fe en «la dignidad y el valor de la persona humana».
Esta se estructuró, siguiendo el artículo 7 de la Carta, en «una Asamblea General, un Consejo de Seguridad, un Consejo Económico y Social, un Consejo de Administración Fiduciaria, una Corte Internacional de Justicia y una Secretaría», siendo el Consejo de Seguridad, por sus funciones y alcances —mantenimiento de la paz y seguridad internacional—, y la Asamblea General, por su integración —todos los miembros de la organización—, los más importantes.
No obstante, si los estragos y horrores vividos durante la Segunda Guerra Mundial sentaban las bases para ser optimista en el funcionamiento de la organización y los objetivos perseguidos, la realidad, apenas tres años después de su creación, con la Guerra de Corea y el inicio de la Guerra Fría, sinceraron los alcances y expectativas de la organización y la comunidad internacional.
Tras 78 años de funcionamiento y con un mundo completamente distinto del que la vio nacer, desde el mismo seno de las Naciones Unidas se vienen haciendo más incisivas las voces que demandan una reforma que adapte la organización a las condiciones actuales del planeta, ya no del mundo que se consolidó tras el fin de la Guerra Fría, cuando Estados Unidos se erigía como garante y policía del mundo —unilateralismo—, sino del pujante orden multipolar en ciernes.
SOBRE CAMBIOS Y REFORMAS NECESARIAS
En términos muy generales, a la ONU se le reprocha, entre muchas otras cosas, su burocracia inoperante, confusa y obstaculizadora de acciones concretas y rápidas; la brecha creciente de legitimidad en muchos de sus organismos, especialmente en el Consejo de Seguridad, el principal de sus órganos; la falta de transparencia y rendición de cuenta ciudadana; y la poca capacidad demostrada en estos 78 años para evitar conflictos.
Actualmente está en curso un proceso de consultas y debate, lanzado por su Secretario General, Antonio Guterres, desde su llegada en 2017. La propuesta del susodicho apuntala a tener «una ONU del siglo XXI más enfocada en la gente y menos en los procesos, más en los resultados y menos en la burocracia», dirigiendo los esfuerzos en tres áreas priorizadas: 1) desarrollo, 2) gestión y 3) paz y seguridad.
Vale la pena señalar hacia dónde se encaminan las discusiones que, con relación al Consejo de Seguridad y a la Asamblea General, se vienen planteando, mucho más en un contexto donde la unipolaridad que se impuso tras el fin de la Guerra Fría está dando paso a la consolidación de un sistema multipolar.
La Asamblea General de Naciones Unidas. Más allá de ser la asamblea internacional más grande y representativa del mundo, y el órgano más democrático dentro del Sistema de Naciones Unidas, la Asamblea General es una instancia que se ahoga en el debate irrelevante, donde rara vez se ha logrado resolver o incidir verdaderamente sobre algún problema mundial.
Las propuestas de su reforma van en dirección de centrar o mantener una agenda específica de la que emanen resoluciones a las que se les pueda hacer seguimiento. Modificar el consenso que priva en una asamblea de 193 miembros y que dificulta lograrlo, fortalecer el papel del presidente de la Asamblea General, reforzar la colaboración entre la Asamblea General y el Consejo de Seguridad; por mencionar las más llamativas.
En todo caso, la búsqueda es su fortalecimiento ya que es, a los ojos de la gran mayoría de miembros, el espacio en el que el principio de igualdad soberana de los Estados se cumple, y si bien hasta los momentos ha sido vista como un club de países que se centra en debates ineficaces e irrelevantes, es el espacio político por antonomasia.
El Consejo de Seguridad. Hablar de este órgano resulta un poco más complicado, fundamentalmente por el impacto que el veto tiene en las decisiones de la ONU, exclusivo de solo cinco miembros (China, Estados Unidos, Francia, Reino Unido y Rusia), y al que no cederán en los términos y condiciones actuales atendiendo al realismo que suele imponerse en las relaciones internacionales. Un veto que se entendió en el contexto del fin de la Segunda Guerra Mundial y del necesario equilibrio de poder que exigía el surgimiento de un mundo con armas nucleares, pero que hoy parece cuando menos injusto.
Mas allá de estas consideraciones, que de inicio siempre se deberían plantear, no es menos cierto que tras 78 años de funcionamiento, y con una organización de 193 miembros —142 además de los 51 fundadores—, la reforma del Consejo de Seguridad es una necesidad que los tiempos actuales demandan, con sus distintas dinámicas.
INCLUSO LAS GRANDES POTENCIAS SIENTEN LA NECESIDAD DE REFORMAR LA ORGANIZACIÓN
Quizá la más importante, y a la que hay que prestarle mayor atención, es la necesidad de que el órgano sea más representativo de lo que es actualmente: además de los ya citados miembros permanentes, África elige tres; dos de América Latina y El Caribe; dos de Asia y Pacífico; dos de Europa Occidental y Otros; y Europa del Este elije uno, para un total de 10 miembros no permanentes electos para un período de dos años no renovables. Anualmente se renuevan cinco miembros de los 10.
Esta configuración actual de 15 miembros, cinco permanentes con derecho a veto y 10 no permanentes —electos para periodos de dos años—, renovados anualmente en tandas de cinco, es la configuración que surgió de la única reforma que ha sufrido el Consejo de Seguridad y que entró en vigor en 1965, cuando se pasó de 11 miembros —cinco permanentes con derecho a voto y seis no permanentes— a la configuración actual, en la que el Norte Global concentra 5 de los 15 —un tercio— escaños del Consejo de Seguridad, dejando infrarrepresentadas otras zonas del planeta, en especial África, continente con el mayor número de países y el segundo más poblado.
Las propuestas que se han realizado van desde la incorporación de nuevos miembros permanentes con veto, conocidos como G4 —Alemania, Brasil, India y Japón—; la ampliación de la membresía no permanente de 10 a 16 —21 en total— o de 10 a 19 —24 en total—, dependiendo de la propuesta que se escuche; la consideración de membresías a largo plazo, que se revisarían cada diez años y se otorgarían respondiendo a criterios de PIB y población; la supresión, limitación o justificación del veto; y la restructuración del sistema de votación.
En todo caso, la variedad de propuestas y el número de las mismas son un reflejo de la necesidad que se viene observando de la reforma de la organización, incluso a nivel de las potencias —sobre todo de Estados Unidos y Europa occidental—, quienes apuestan por una reforma que permita conservar la preeminencia a través de sus aliados en esos importantes espacios internacionales.
DESDE EL SUR GLOBAL PARA EL SUR GLOBAL
El contexto mundial y las dinámicas concretas que se van desarrollando a lo largo de los años es lo que va imprimiéndole velocidad a la necesidad de cambio, transformación y reforma de la ONU. La reforma de 1965 mencionada con anterioridad es reflejo del proceso de descolonización que vivió la humanidad durante la primera década de existencia de la organización, cuando su membresía pasó de 51 a 121; todos los países venían del tortuoso y trágico pasado colonial europeo.
Importante papel jugó en ese momento el Movimiento de Países No Alineados por el que se presionó el cambio que, minúsculo en su impacto —solo se aumentó cuatro puestos no permanentes en el Consejo de Seguridad—, al final sentó las bases para futuros cambios, tales como los que hoy el mismo Sur Global, desde distintos espacios regionales y mundiales, exige y demanda.
En el punto cuatro de la Declaración de Baku de 2019, los No Alineados solicitan un fortalecimiento de la Asamblea General para otorgarle más autoridad y una reforma del Consejo de Seguridad que lo volviese más representativo y democrático.
Asimismo, la Declaración de Doha de 2005 de la Segunda Cumbre Sur del G77 + China, en el punto 22, menciona que los países otorgan prioridad a la reforma de las Naciones Unidas, esperando que el proceso conduzca a un fortalecimiento del multilateralismo e incorpore la visión de desarrollo del Sur.
Más recientemente, los Brics en sus 15 declaraciones han hecho mención explícita a la necesidad de reforma de las Naciones Unidas, incluido al Consejo de Seguridad, hecho importante pues proviene de un bloque que aglutina dos miembros permanentes, y con veto, de ese órgano, y tres aspirantes a hacerlo.
Hoy, cuando casi se cuadruplica el número de miembros con relación a los 51 que la fundaron, y ante la incipiente demanda de los países del Sur Global de verse reflejados en todos los órganos de la instancia, la reforma de la ONU es un paso necesario para adecuarla a las nuevas realidades, ya no signadas por el bipolaridad de la Guerra Fría o la unipolaridad estadounidense de las últimas tres décadas, sino atendiendo a las exigencias de la multipolaridad que surge en el nuevo orden internacional en ciernes.
Orden que, por cierto, busca fortalecer los principios básicos de la Carta de las Naciones Unidas, andamiaje del derecho internacional, ese que reconoce la igualdad soberana de los Estados, el derecho a la autodeterminación de los pueblos y la no injerencia en asuntos internos, normas fundamentales que el llamado «orden internacional basado en reglas» intenta socavar.
Fuente: Misión Verdad