Palabras inaugurales en la XVI Feria Internacional del Libro de Venezuela
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Siempre me he preguntado, al igual que todo el mundo, para qué sirve un escritor. La primera respuesta que se nos ocurre es obvia: para nada. En otros sitios los literatos motorizan industrias editoriales que ensucian mucho papel y mueven mucho dinero. En un país donde los índices de lectores subieron abruptamente y posiblemente se desplomaron tras el bloqueo, vuelve el escritor a ser fantasma sin aplicación, salvo el arribismo político o el malabarismo burocrático. Esta respuesta es falsa, pero me siento cómodo con ella. Sostener que un ser humano debe servir para algo es mercantilismo ajeno a la Utopía, donde el Ser se justificará por el prodigio de su propia existencia y sus creaciones. Instalarse en un oficio sin escalafón ni tabla de remuneraciones es conquistar de manera soberbia una parcela del Reino de la Libertad: del vivir sin deberle a nadie excusas ni plusvalía. Vale decir, la aristocracia sin siervos ni esclavos a la que acceden sólo creadores e indigentes.
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Me corrijo: el escritor sí sirve para algo, o más bien para todo. Los seres vivientes acceden a la condición de animales sociales al desarrollar el lenguaje. Abejas, hormigas y delfines disponen de complejos medios de comunicación. El de los seres humanos es el que más depende de la capacidad de invención. De creerle a Noam Chomsky, las estructuras profundas de nuestro lenguaje serían fijas e innatas, pero a partir de ellas hemos desarrollado millares de idiomas y culturas distintas. El escritor organiza, fija, potencia y preserva las palabras, primero en el mecanismo mudable de la memoria, luego en la trama de los signos preservados en piedra, arcilla, nudos, papel o pulsos electromagnéticos. La palabra dicha es local y fugaz, sin más alcance que la voz y el recuerdo. La reducida a signos en la escritura aspira a perdurable. Gracias a ella disfrutamos de inagotable acceso a todo lo dicho desde el comienzo de los tiempos y el confín de las distancias.
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Sin lenguaje sería imposible coordinar conductas humanas; sin escritura, hacer esta coordinación perdurable. Las palabras no son la realidad, pero erigen modelos modificables de ella. Las más poderosas nombran objetos intangibles. Tribu, Aldea, Ciudad, Nación, Religión, República, Estado, son palabras. El escritor incesantemente construye y destruye la concepción del mundo. Alrededor de textos como la Biblia, las Analectas, la Odisea, el Popol Vuh, el Corán, El Príncipe o El Quijote terminan de decantarse los idiomas que a su vez definirán naciones. La escritura fija la realidad fluyente del idioma y mediante él estabiliza el sistema compartido de valores que llamamos Nación. Cada escritor desarrolla un estilo y cada comunidad una civilización, especie de intangible frontera del cuerpo político. Hay Naciones cuya cultura perdura milenios después de destruido su Estado, y Estados aniquilados porque dejaron morir su cultura.
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La naturaleza se nos hace inteligible a través del lenguaje. Organizamos vocablos mediante gramáticas cuyas construcciones llamamos filosofías, con las cuales explicamos el mundo. El universo es sólo caos de sensaciones hasta que lo ordenamos con el mito, la Historia y las matemáticas. No hay escritor más preciso que quien traza números, a pesar de que su cosmos está poblado de criaturas insensatas: el cero, el infinito, los números irracionales. No olvidemos al que apunta sonidos y nos interna en orbes musicales al parecer desprovistos de otro sentido que el de cautivarnos. Pintores y escultores articulan imágenes y formas, ingenieros y arquitectos palabras sólidas. Todo lo real fue escritura; pasado su tiempo devendrá Historia.
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Cuenta Maquiavelo que luego de pasar el día discutiendo con jornaleros y pastores, se encerraba en su biblioteca para conversar con los grandes hombres del pasado. La filosofía no ha encontrado mejor manera de definir el Ser que considerarlo una hilación de ideas, vale decir, de palabras. Seguir el monólogo interior de James Joyce es temporariamente convertirse en él. Mediante la lectura disponemos de mil vidas; mediante la escritura, de la ilusión de ubicuidad e inmortalidad. Sólo muere el escritor cuando ya no es leído; sólo deja de serlo cuando evade su Verdad. Nace muerta la palabra que expresa adulación o moda. La venalidad no expresa más que el precio que la compra.
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Toda opresión es legitimada por cadenas verbales. Su fin llega cuando son resignificadas las palabras de sus murallas conceptuales. Toda Revolución es disparada por la prédica de una Vanguardia Ilustrada. La Revolución Francesa, la Independencia, la Bolchevique, la China, la Descolonización, la Cubana, la Sandinista, la Boliviana, fueron movimientos explosivos detonados por mechas de conceptos. El bolivarianismo es intento de plasmar lo mejor del nacionalismo, el antiimperialismo, el integracionismo, el socialismo del proyecto de la izquierda de los años sesenta. En vano desdijeron de este último algunos de sus autores. Lo dicho en vida sobrevive a quien muere en espíritu.
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Sobre la tierra se baten a muerte el discurso de la Alienación y el del Reino de la Libertad. Algoritmos de dividendos deciden hecatombes. Mentes artificiales enuncian palabras digitales que asfixian la esperanza y proscriben el futuro. Cada vocablo que tecleamos es registrado por mecanismos espías y cribado por análisis de contenido. La información se concentra en un número cada vez menor de softwares. Todo lo que digamos puede ser digitalizado en contra nuestra. Más de un millar de idiomas hablamos los humanos: las máquinas los han traducido a uno solo. Mientras construimos el mundo con conceptos los ordenadores lo reducen a data. Debemos aprender idiomas inhumanos que sólo conocen el uno y el cero para defender nuestra patria, que es el infinito. Una vez más, es preciso inventar el lenguaje que nombre la vida. La palabra es nuestra memoria y nuestro consuelo. Nuestro anhelo de arribar al mundo donde, como anticiparon Carlos Gardel y Alfredo Lepera, no habrá más penas, ni olvido.