sábado, junio 7, 2025
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Los predicadores de autobús.

Por Luis Britto García.

No está completo el templo del autobús sin el santo pintado en el parabrisas, ni la feligresía de pasajeros sin el  predicador que se colea a solicitar limosnas o vendernos la salvación en una sola cuota.

La prueba de que existe la bondad humana es que nunca le cobran pasaje los autobuseros al orador de colectivo, y sospecho que mucho pasajero viaja gratis fingiendo que ofrece baratijas tan feas que nadie las compra.

Presuntos enfermos mendigan en la cola mostrando supuestos certificados médicos tan mugrientos que nadie se atreve a leerlos.

Hace diez años los estudiantes de la Federación de Centros Universitarios suplicaban para la operación del corazón del niño Oscar con alcancías forradas de diagnósticos.

Los pedigüeños de la Asociación de Sordomudos limosnean en el autobús entregándonos tarjetas con el alfabeto manual, y nos conmueven por el doble mérito que requiere hablar por señas y agarrarse  al mismo tiempo del pasamanos.

No falta quien clama por la madre que necesita el medicamento imprescindible o el pasaje para la peregrinación en donde conseguirá el milagro, y la prueba de la verdad de sus palabras es la cantidad de años que consigue mantenerla viva con la misma historia.

De repente entra al colectivo la anciana que pide para comprar libros, y como muestra de su vocación lectora se lanza a cantar “Amor eterno” al estilo Rocío Durcal.

Pero en los días que vivimos se predica con las obras, y los auténticos oradores de autobús le entregan a uno un dulce, un lápiz, una medallita, una tarjeta con signo del zodíaco de manera que parece que en vez de estar pidiendo estuvieran regalando.

Se cumple así en el autobús el proverbio árabe según el cual  si los pasajeros no ruedan hasta la mercancía la mercancía rueda hasta los pasajeros.

El emparejamiento de la muestra con el cliente es  lotería tan difícil como la del matrimonio, y a veces le ofrecen un chupón al viejito, tinte para  canas al niño, medias nylon al caballero.

A veces la oferta linda con la ofensa, como cuando le ofrecen  peines al calvo, abecedarios al analfabeto,  pintura de labios al macho, espejitos al feo,  cortaúñas a quien se rasca con zarpas de bruja mala.

En lugar de leer el horóscopo vislumbro el destino en las fruslerías que me ofrece el vendedor de turno: lápices de colores prometen arcoiris; gomas de borrar aconsejan olvido, un metro puede advertirme que debo andarme derechito.

Parece que el autobús fuera cotillón espléndido con el cual un hada madrina nos devuelve las baratijas que perdimos en las piñatas de la infancia.

Y de repente sentimos que viajamos en una sorpresa, como un cartucho de papel de seda que con las grajeas de las paradas ofreciera la bisutería que no sirve más que para despertar la esperanza.

Repartida la mercancía comienza el predicador  su homilía diciendo: “Señoras y señores un instante de su tiempo”, porque es convicción generalizada que el tiempo del pobre y el del escritor pertenecen a todo el mundo.

“No estoy pidiendo ni robando”, continúa el orador de colectivo, como amenazándonos con la posibilidad de que si la venta fracasa todavía encontrará formas para averiguárselas.

“Este dulce (o dije, o estampita, o carrete de hilo, según el caso) cuesta la  suma de mil bolívares pero nosotros lo ofrecemos en ochocientos, y dos por la suma de mil doscientos”, añaden para enredar al público con  argumentos de ministro de Finanzas y dejarlo sumando y restando y multiplicando y dividiendo hasta que llegue el palo cochinero.

“Es una suma que no enriquece ni empobrece a nadie”, aclara el declamador para  calmar el eterno temor del necesitado de que los ricos serán cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres.

“Estamos en una misión para salvar a la juventud del mundo de las drogas” (o para proteger  niños de la calle, o  asilar ancianos,  o construir una basílica para los santos despedidos del Vaticano): el predicador del autobús siempre aboga por una causa noble, pero sin tinte político definido ni visible sectarismo religioso, no vaya a ser que el pasajero en lugar de bajarse de la mula lo baje del autobús.

Este discurso tiene más o menos detalles y fantasías según la duración del trayecto necesario para entregar las quincallas, soltar la perorata y embolsillar el pago: en las largas autopistas puede durar más que las Siete Palabras; en las paradas cercanas termina en lo que espabila un cura loco.

Entonces regresa el orador pasando el cepillo y en verdad son pocos los dotados de un corazón tan inconmovible que no nos bajamos de la mula para salvar a la juventud de la droga o enseñar oficios cristianos a las jovencitas en riesgo de perderse por las calles.

Es tan difícil devolver la baratija que nos pusieron entre manos como regresar a la calle al gatito que aspira a mascota, sobre todo si pensamos en los peligros que puede correr en manos de un dueño desconsiderado.

Parece que los oradores de autobús hubieran sido mesoneros de arepera por su versatilidad para repartir  baratijas, recitar  pedidos, recoger  mercancía devuelta, llevar la cuenta, cobrar, dar el vuelto y agradecernos por colaborar con la salvación del mundo, todo al mismo tiempo y sin que se le pierda ni una palabra ni un centavo.

Entre la avenida Libertador y las Fuerzas Armadas aborda los autobuses un predicador criollazo, que cuatro en mano  improvisa una canción que se refiere detalladamente a todos y cada uno de los pasajeros, los cuales pagan por la emoción de sentirse consagrados en verso.

Amigos dignos de todo crédito me aseguran que por Charallave se monta un pasajero que tras pedir ayuda amenaza que si no se la dan se suicida allí mismo.

En Quito escuché predicadores de autobús que promovían cursos de lectura veloz y en Guadalajara apóstoles del tinte de yerbas para zapatos y en Monterrey me deleité con un poeta que vendía en el mismo paquete cuadernitos con poemas y cacahuates, ambos deliciosamente tostados.

Pues ahora hasta la Poesía se apura para no perder el autobús y los Poetas en Tránsito se suben y se apean como peatones en las unidades de transporte para ofrecer el cotidiano dije del verso sin exigir otro pago que el aplauso, la única  suma que verdaderamente no empobrece ni enriquece a nadie.

Y para despedirme no encuentro palabras mejores que las de un niño tímido que después de repartir algunos caramelos sólo acertó a recitar: “Es todo cuanto tengo que decir por hoy, muchas gracias”.

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