La interrelación entre Identidad e Independencia: Por Carmen Bohórquez

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El esclarecimiento de la propia identidad es mutuamente excluyente con la persistencia de una situación de sometimiento a un Otro, totalmente ajeno a los tiempos históricos y vivenciales de todo ser. Bien sabemos que todo individuo proviene biológica y culturalmente de ancestros que se han ido sucediendo unos tras otros y que el conjunto de todas esas generaciones, en un espacio geográfico determinado, es el que define o caracteriza una determinada cultura. Y en ese transcurrir histórico, se irá igualmente conformando la arquitectura mental que sostendrá el resto de las creencias y explicaciones metafísicas; las cuales serán originales para sí mismas y diferentes respecto a cualesquier otra.

Esta diferenciación originaria es lo que convierte en violencia todo intento de avasallamiento de un pueblo sobre otro; y esto será así, independientemente de si el invasor se piensa la cúspide del desarrollo humano. Comprender esto y aceptar que no existe ninguna causal, del tipo que sea, que implique superioridad sobre el Otro, sería lo único que garantice alguna vez la paz mundial.

La sociedad en la que nace Miranda, que es el resultado de tres siglos de ocupación violenta, genocida y de control casi total de los sobrevivientes del proceso de invasión y aculturación forzada de Abya Yala por parte de España, a la que se agregará la forzada esclavitud africana, no parecía albergar la más mínima idea o sentimiento propio respecto a su pertenencia a esa realidad construida con referentes foráneos. Todo allí tenía un lugar prefijado, particularmente el de ser súbdito de un Rey nunca visto y el de profesar creencias religiosas y “científicas” que explicaban el origen ancestral del dominador, más no el de los pueblos originarios que habitaban el territorio desde tiempos inmemoriales.

La Inquisición controlaba el pensamiento y las Cédulas Reales determinaban lo socialmente permitido. Resultado: el estado natural de los individuos era el de sentirse profunda y orgullosamente leales súbditos del Rey de España y fervientes miembros de la Iglesia Católica; y cada grupo humano ocupando el lugar que le había sido destinado. Así, aunque todo habitante quedaba incluido en la definición de fiel súbdito y cristiano practicante, culturalmente la sociedad quedaba estrictamente compartimentaba según el origen “racial” y los no blancos sólo existían secundariamente: como entes necesarios para asegurar el bienestar cotidiano de los blancos peninsulares y, de cierta manera, de los procedentes de las orillas canarias, y sus descendientes.

Tal situación comienza a ser alterada en el siglo XVIII. En Europa se inicia un movimiento económico y político que sacude mentes y hábitos a partir de mediados del Siglo XVIII, y España, que se había adormecido en sus laureles como actor generador de riquezas gracias a su monopolio casi total de América, se verá compelida a implicarse más con los asuntos europeos y a emprender una campaña de promoción de su acción bienhechora sobre América, ante la intensa competencia de dominio de la región por parte de otras potencias; así como de fuertes rebeliones indígenas que en América comienzan a perturbar su paz colonial.

Francisco de Miranda, nacido en la mitad de ese siglo, representará la disidencia más profunda respecto a este estado de cosas que no sólo había mantenido el dominio político y económico de España en América, sino, peor aún, que había hecho de los propios americanos los más viles siervos del Rey. Para Miranda, por el contrario, la ocupación ilegítima y el mantenimiento secular de la tiranía constituían hechos históricos irrefutables para los cuales no había sino una sola solución, igualmente inevitable: la Independencia.

En su llamado a la Independencia y a sabiendas de la conducta acomodaticia de estos siervos cubiertos de títulos nobiliarios, Miranda sorprenderá centrando la atención y la justificación misma de la urgente necesidad de independencia, en los propios indígenas. Los propondrá como ancestros inspiradores de la lucha frontal contra los conquistadores y como paradigmas de la libertad. Tal como lo demuestra en su Proclama a los habitantes del Continente Colombiano, alias Hispanoamérica, donde comienza recordándole a todos los americanos y particularmente a los engreídos criollos, sus verdaderos orígenes: “Acordaos de que sois los descendientes de aquellos ilustres indios, que no queriendo sobrevivir a la esclavitud de su patria, prefirieron una muerte gloriosa a una vida deshonrosa”.

Esta reivindicación de los reales orígenes de los habitantes de su Colombia estará estrechamente ligada a las virtudes originarias de los verdaderos propietarios del continente; virtudes que él contrapone a los “vicios” de los españoles. Es sobre estos habitantes originarios de nuestro continente sobre los que Miranda va a fundar la Americanidad y, en consecuencia, los derechos de los Americanos; y, al hacerlo, estará fundando también el derecho incuestionable de estos a la independencia absoluta.

La anticipación con la que Miranda funda el derecho a la independencia definitiva del dominio español sobre el derecho natural de sus habitantes originarios, no iba a ser ni comprendido ni defendido por la clase mantuana; que se percibía a sí misma como los legítimos propietarios del continente, por ser ellos quienes, a su juicio, encarnaban los derechos tanto de los habitantes originarios como los de los españoles, portadores de la “verdadera” Civilización. Lo que explicará más tarde, el que Miranda haya sido considerado y tratado por la mayoría de criollos, como Traidor.

La diferenciación ontológica es, pues, esencial para la legitimación de la independencia; y Miranda va a tratar de fundamentar esta diferenciación en ese tiempo originario en el cual el ser americano podrá reencontrar sus propias raíces y, a partir de allí, escribir su propia historia. En todo caso, Miranda será también el primero en afirmar un pasado propio que pertenece con todo derecho a los americanos, que puede ser diferenciado del de España y que viene a completar las condiciones requeridas para que un pueblo encuentre su lugar en la historia de la humanidad.

En esta historia del ser americano, la Independencia se presenta como un recomienzo, como un tiempo de refundación a partir del cual será posible conciliar todas las contradicciones y afirmar de una vez y para siempre la identidad americana.

(Carmen Bohórquez)

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