En 1989, en Rumanía, cadáveres que habían sido enterrados hacía poco tiempo fueron desenterrados apresuradamente y mutilados para simular ante la televisión un genocidio
El 28 de junio de 2018 fallecía historiador e intelectual marxista Domenico Losurdo, buen amigo de La Haine. Comunista a machamartillo, autor entre otros muchos títulos de un libro que desvela muchas mentiras, incluso de la propia izquierda (‘Stalin. Historia crítica de una leyenda negra’), experto en la obra de Hegel, fustigador de liberalismo… Lo recordamos en este antiguo artículo en el que el filósofo analiza la sorprendente facilidad con que nos dejamos engañar.
En la historia de la industria de la mentira como parte integrante del aparato militar-industrial del imperialismo, el año 1989 marcó un verdadero viraje. Nicolae Ceaucescu se mantiene en el poder en Rumania.
¿Cómo derrocarlo? Los medios de prensa occidentales comienzan a divulgar masivamente informaciones e imágenes del «genocidio» perpetrado en Timisoara por la policía del propio Ceaucescu.
LOS CADÁVERES MUTILADOS
¿Qué había pasado en realidad? Basándose en el análisis de Guy Debord sobre la «sociedad del espectáculo», un ilustre filósofo italiano, Giorgio Agamben, sintetizó magistralmente este caso:
«Por vez primera en la historia de la humanidad, cadáveres que habían sido enterrados hacía poco tiempo o que se hallaban aún en las mesas de las morgues fueron desenterrados apresuradamente y mutilados para simular ante las cámaras de televisión el genocidio destinado a legitimar un nuevo régimen. Lo que el mundo entero tenía ante sus ojos como la realidad real en las pantallas de televisión, era la absoluta anti-verdad y, aunque la falsificación era a veces evidente, fue de todas maneras autentificada como real por el sistema mediático mundial, para que quedara claro que lo real no era a partir de entonces otra cosa que un momento del movimiento necesario de lo falso. Verdad y falsedad se hacían así imposibles de distinguir una de la otra y el espectáculo se legitimaba solamente mediante el espectáculo.
Timisoara es, en ese sentido, el Auschwitz de la sociedad del espectáculo. Incluso se ha dicho que si después de Auschwitz es imposible escribir y pensar como antes, después de Timisoara ya no será posible mirar una pantalla de televisión de la misma manera.» [1]
El año 1989 es el año en que el paso de la sociedad del espectáculo al espectáculo como técnica de guerra comenzó a manifestarse a escala planetaria.
Varias semanas antes del golpe de Estado, o sea antes de la «revolución de Cinecittà» en Rumania [2], se producía en Praga -el 17 de noviembre de 1989- el triunfo de la «revolución de terciopelo» con una consigna inspirada en Gandhi: «Amor y verdad». En realidad, la difusión de la información falsa según la cual la policía había «matado brutalmente» a un estudiante desempeñaba un importante papel. Eso es lo que nos revela, 20 años más tarde y con satisfacción, «un periodista y líder de la disidencia, Jan Urban», protagonista de aquella manipulación: su «mentira» tuvo en aquel momento el mérito de suscitar la indignación de las masas y el derrumbe del régimen, ya debilitado [3].
Algo similar ocurrió en China. El 8 de abril de 1989, Hu Yaobang, secretario del Partido Comunista Chino (PCCh) hasta el mes de enero de 1987, sufre un infarto en medio de una reunión del Buró Político y muere una semana después. La multitud de la Plaza de Tiananmen vincula su deceso al enconado conflicto político que se había manifestado en el marco de aquella reunión [4]. El fallecido se convierte de cierta forma en víctima del sistema cuyo derrocamiento se desea.
En los 3 casos, el invento del crimen y su denuncia buscan suscitar la ola de indignación necesaria para favorecer el movimiento de protesta. Esa estrategia encuentra éxito en Checoslovaquia y Rumania -países donde el régimen socialista había surgido al calor del avance del Ejército Rojo- pero fracasa en la República Popular China, fruto de una gran revolución nacional y social. Y el fracaso mismo se convierte en punto de partida de una nueva guerra mediática más masiva aún, desencadenada por una superpotencia que no tolera la existencia de rivales reales o potenciales. Esa guerra mediática aún se mantiene en vigor. Pero lo cierto es que el momento que define el viraje histórico es, en primer lugar, Timisoara, «el Auschwitz de la sociedad del espectáculo».
DAR PUBLICIDAD A LOS BEBÉS Y AL CORMORÁN
Dos años después, en 1991, se producía la primera guerra del Golfo. Un periodista estadounidense tuvo el coraje de revelar cómo se desarrolló «la victoria del Pentágono sobre los medios», o sea la «colosal derrota de los medios implementada por el gobierno de EEUU» [5].
En 1991, la situación no era nada fácil para el Pentágono -ni para la Casa Blanca. Había que convencer de que la guerra era necesaria a una población que aún conservaba en mente el recuerdo de Vietnam. ¿Qué hacer? Diversos subterfugios van a reducir drásticamente las posibilidades de que los periodistas hablen directamente con los soldados o de que envíen crónicas directamente desde el frente. En la medida de lo posible, todo debe ser sometido a un filtro: la fetidez de la muerte y, sobre todo, la sangre, los sufrimientos y lágrimas de la población civil no deben irrumpir en las casas de los ciudadanos de EEUU -ni de los habitantes del resto del mundo- contrariamente a lo sucedido en tiempos de la guerra de Vietnam.
Pero el problema central y más difícil de resolver es otro: ¿Cómo demonizar el Irak de Sadam Husein, que años antes había ganado méritos -a los ojos de los propios EEUU- al agredir el Irán nacido de la Revolución islámica y antiestadounidense de 1979 y con tendencia al proselitismo en el Medio Oriente? El proceso de demonización no habría sido difícil si la víctima [de Sadam Husein -Kuwait-] hubiese sido [un país] angelical. Pero la operación no iba a ser nada fácil. Y no sólo debido a la implacable represión reinante en Kuwait contra toda forma de oposición. Había cosas mucho peores: los peores trabajos eran para los inmigrantes, víctimas de una «esclavitud de hecho» que tenía por demás visos de sadismo. Los casos de «serbios defenestrados, quemados, cegados o asesinados a golpes» no suscitan la menor emoción [6].
¡Pero se logró! Generosa o fabulosamente pagada, una agencia publicitaria lo resuelve todo… denunciando que los soldados iraquíes les cortan las «orejas» a los kuwaitíes que se resisten. Pero el punto culminante de esta campaña estaba por venir: los invasores habían irrumpido en un hospital «sacando 312 recién nacidos de sus incubadoras y dejándolos morir de frío sobre el suelo del hospital de Kuwait» [7].
Repetida hasta el cansancio por el presidente Bush padre, reafirmada por el Congreso, avalada por la prensa más autorizada e incluso por Amnistía Internacional, esa información tan horrible, y también detallada, no podía dejar de provocar una enorme ola de indignación: Sadam Husein era el nuevo Hitler, hacerle la guerra no sólo era necesario sino además urgente y quienes se oponían o no parecían convencidos tenían que ser considerados como cómplices más o menos conscientes del nuevo Hitler. Por supuesto, esa información era una mentira cuidadosamente fabricada y divulgada. Precisamente por eso la agencia publicitaria se había ganado su dinero.
La reconstrucción de ese caso aparece en un capítulo del libro ya mencionado aquí, con un título apropiado: «Dar publicidad a los recién nacidos» [8]. La verdad es que los recién nacidos no fueron los únicos que recibieron publicidad. Al inicio de las operaciones de guerra se difundió en el mundo entero la foto de un cormorán que se ahogaba en el petróleo proveniente de los pozos que Irak había volado. ¿Verdad o manipulación? ¿Fue Sadam quien provocó la catástrofe ecológica? ¿Hay cormoranes en esa región del mundo y en esa temporada del año? La ola de indignación, autentica y cuidadosamente manipulada, arrasaba con las últimas muestras racionales de resistencia.
FABRICACIÓN DE FALSEDADES, TERRORISMO DE LA INDIGNACIÓN Y DESENCADENAMIENTO DE LA GUERRA
Viajemos en el tiempo hasta la disolución, o más bien el desmembramiento de Yugoslavia. Contra Serbia, que había sido históricamente el protagonista del proceso de unificación de ese país multiétnico, se desencadenaban una tras otra -en los meses anteriores a los verdaderos bombardeos- sucesivas olas de bombardeo mediático. En agosto de 1998, dos periodistas, un estadounidense y un alemán, «reportaban la existencia de fosas comunes con 500 cadáveres de albaneses entre los cuales había 430 niños, en los alrededores de Orahovac, donde se habían producidos intensos combates. Otros diarios occidentales retomaron la noticia y le dieron gran difusión. Pero todo era falso, como demuestra una misión de observación de la Unión Europea». [9]
Pero eso no pone en crisis la fábrica de falsedades. A inicios del año 1999, los medios occidentales comenzaban a hostigar a la opinión pública internacional con fotos de cadáveres amontonados en el fondo de una fosa y a veces decapitados y mutilados. Las explicaciones y artículos que acompañaban aquellas imágenes proclamaban que eran civiles albaneses desarmados masacrados por los serbios. Pero:
«La masacre de Racak es aterradora, con mutilaciones y cabezas cortadas. Una escena ideal para suscitar la indignación de la opinión pública internacional. Pero algo parece extraño en las características de esa matanza. Habitualmente, los serbios matan sin realizar mutilaciones […] Como nos muestra la guerra de Bosnia, las denuncias de barbaries cometidas con los cuerpos, huellas de tortura, decapitaciones, son un arma de propaganda frecuentemente utilizada […] Quizás no sean los serbios sino los guerrilleros albaneses quienes mutilaron los cuerpos.» [10].
O quizás los cadáveres de las víctimas de uno de los innumerables enfrentamientos fueron objeto de un tratamiento ulterior, para dar la impresión de ejecuciones a sangre fría y de un desencadenamiento de furia bestial, atribuido de inmediato al país que la OTAN quería bombardear [11].
El montaje de Racak no era más que el punto culminante de una campaña de desinformación obstinada e implacable. Unos años antes, el bombazo del mercado de Sarajevo había permitido a la OTAN presentarse como la instancia moral suprema, que no podía tolerar que las «atrocidades» serbias quedasen impunes. Hoy en día podemos leer, incluso en el diario italiano Corriere della Sera que «fue una bomba de origen bastante dudoso lo que provocó la masacre de Sarajevo, desencadenando la intervención de la OTAN» [12]. Con ese precedente, Racak nos parece ahora una especie de reedición de Timisoara, reedición que se prolongó por varios años.
Sin embargo, incluso antes de ese caso, ya se habían registrado otros éxitos. El ilustre filósofo que había denunciado en 1990 «el Auschwitz de la sociedad del espectáculo» que había tenido lugar en Timisoara, se unía 5 años más tarde al coro dominante criticando de manera maniquea «el súbito deslizamiento de las clases dirigentes ex comunistas hacia el racismo más extremo (como en Serbia, con el programa de «purificación étnica»)» [13].
Después de haber analizado con agudeza la trágica ausencia de diferenciación entre «verdad y falsedad» en el marco de la sociedad del espectáculo, Agamben acababa por confirmarla involuntariamente al acoger expeditivamente la versión (o sea la propaganda de guerra) difundida por el «sistema mediático mundial», que él mismo había designado anteriormente como fuente principal de la manipulación. Después de haber denunciado la reducción de lo «verdadero» a «un momento del necesario movimiento de lo falso», reducción implementada por la sociedad del espectáculo, Agamben se limitaba a conceder una aparencia de profundidad filosófica a ese «verdadero» reducido precisamente a «un momento del necesario movimiento de lo falso».
Por otro lado, un elemento de la guerra contra Yugoslavia nos remite, más que a Timisoara, a la primera guerra del Golfo: el papel de los public relations.
«Milosevic es un hombre esquivo, no le gusta la publicidad, no le gusta mostrarse ni hacer discursos públicos. Parece que en el momento de los primeros anuncios de la descomposición de Yugoslavia, Ruder&Finn, la compañía de relaciones públicas que trabajaba para Kuwait en 1991, fue a verlo para proponerle sus servicios. Y la pusieron de patitas en la calle.
En cambio, Ruder&Finn fue contratada por Croacia, por los musulmanes de Bosnia y los albaneses de Kosovo a cambio de 17 millones de euros al año, para proteger y promocionar la imagen de los tres grupos. ¡E hizo un excelente trabajo! James Harf, director de Ruder&Finn Global Public Affairs, afirmaba […] en una entrevista: «Logramos hacer coincidir, en la opinión pública, a serbios y nazis […] Somos profesionales. Tenemos un trabajo que hacer y lo hacemos. No nos pagan por dedicarnos a la moral»» [14].
Veamos ahora la segunda guerra del Golfo. En los primeros días de febrero de 2003, el secretario de Estado estadounidense, Colin Powell, mostraba al Consejo de Seguridad de la ONU las imágenes de los laboratorios móviles de producción de armas químicas y biológicas que supuestamente poseía Irak.
Algún tiempo después, el primer ministro británico Tony Blair reforzaba la dosis: Sadam Husein no sólo tenía esas armas sino que ya había elaborado planes para utilizarlas y podía activarlas «en 45 minutos». Y de nuevo venía el espectáculo que, más que el preludio de la guerra, constituía en sí el primer acto de guerra, con la advertencia contra un enemigo que el género humano tenía que liquidar a toda costa.
Pero el arsenal de mentiras usadas o por usar iba mucho más allá. En su empeño por «desacreditar al líder iraquí a los ojos de su propio pueblo», la CIA se proponía «divulgar en Bagdad un documento filmado donde se revelaba que Sadam era gay. El video debía mostrar al dictador iraquí en plena relación sexual con un muchacho. Tenía que dar la impresión de haber sido filmado con una cámara oculta, como si fuera una grabación clandestina». También se estudiaba «la posibilidad de interrumpir las transmisiones de la televisión iraquí con una edición extraordinaria -falsa- del noticiero de televisión en la que se anunciaría que Sadam había dimitido y que todo el poder había pasado a manos de su hijo, el temido y odiado Uday» [15].
El Mal tenía que ser denunciado y estigmatizado mientras que el Bien debía aparecer en todo su esplendor. En diciembre de 1992, los Marines estadounidenses desembarcaban en el litoral de Mogadiscio. Para decirlo con más exactitud, desembarcaban allí 2 veces, pero la repetición de la operación no se debía a dificultades militares ni de logística. Había que demostrarle al mundo que, además e incluso antes de ser una formación militar de élite, los Marines estadounidenses eran una organización benéfica y caritativa que traía esperanza y sonrisas al pueblo somalí víctima de la miseria y el hambre. La repetición del desembarco-espectáculo tenía como objetivo corregir detalles erróneos y defectos. Un periodista que fue testigo del hecho explicaba:
Todo lo que está pasando en Somalia y lo que va a producirse en las próximas semanas es un show militaro-diplomático […] Realmente, una nueva época en la historia de la política y de la guerra comenzó en aquella extraña noche de Mogadiscio […] La «Operación Esperanza» fue la primera operación militar que no sólo se filmó en vivo para las cámaras de televisión sino que además se pensó, se construyó y se organizó como un show de televisión [16].
Mogadiscio era la contraparte de Timisoara. Unos años después de haber puesto en escena la representación del Mal (el comunismo que al fin se desplomaba) se montaba la representación del Bien (el Imperio estadounidense que surgía del triunfo obtenido en la guerra fría). Los elementos que conforman la guerra-espectáculo y que determinan su éxito están ahora claros.
Fuente: Observatorio de Trabajadores en Lucha