viernes, diciembre 27, 2024
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La disputa por la democracia en América Latina y el Caribe. Por Héctor Béjar

La democracia no es un dato: es una correlación de fuerzas. El repaso somero por las últimas décadas de historia latinoamericana y caribeña deja un sabor amargo: avances notables y limitaciones insoslayables; gobiernos populares y contragolpes reaccionarios. ¿Cómo se concilian democracia e izquierdas?

Los países de la América latina y caribeña no han superado todavía los rezagos de la colonia y el colonialismo. Estancieros, mineros, fazendeiros, capos de la droga, dueños de maquilas, traficantes de personas, banqueros, grandes importadores y exportadores, forman la telaraña a través de la que operan los poderes imperiales, centralmente los Estados Unidos y su aliada menor, la Unión Europea. Esa telaraña se ha ido convirtiendo en una costra oligárquica, llamada sistema, de la cual las sociedades latinoamericanas y caribeñas empiezan a desprenderse.

Hacer realidad la justicia social, iniciar el camino del socialismo, implica afectar a esa red explotadora y asumir una identidad nacional y regional. El camino es muy largo y difícil. Se inició con la resistencia indígena a los saqueos de los primeros conquistadores en el siglo XVI y continúa hoy con la lucha contra sus herederos. Es un camino hacia la libertad de los pueblos latinoamericanos y caribeños, hacia su autonomía económica y su justicia social.

Experiencias populares

Sobrevivientes de las rebeliones armadas centroamericanas, que llegaron a un empate bélico en El Salvador y Guatemala; del Plan Cóndor en el Cono Sur; de las masacres contra los indígenas; y del holocausto de los años sesenta y setenta, algunos herederos de la izquierda guerrillera, urbana y rural,. llegaron a gobernar sus respectivos países en el siglo XXI, en alianza con diversas fuerzas democráticas, y con líderes que no se plegaron al neoliberalismo en los años 80 y 90: es el caso de Nicaragua, Argentina, Uruguay, Guatemala o El Salvor, entre otros países. 

Podemos mencionar, de forma exhaustiva, a los progresistas que gobernaron en la región en los últimos años: Jean-Bertrand Aristide en Haití; Manuel Zelaya en Honduras; Hugo Chávez y Nicolás Maduro en Venezuela;  Luiz Inácio Lula da Silva y Dilma Roussef en Brasil; Salvador Sánchez Cerén en El Salvador; Evo Morales y Luis Arice en Bolivia; Néstor Kirchner y Cristina Fernández en Argentina; Tabaré Vázquez y Pepe Mujica en Uruguay; Rafael Correa en Ecuador; Michelle Bachelet en Chile; Martín Torrijos en Panamá; Fernando Lugo en Paraguay, etc.

Por su parte, el PRD de Cuauhtémoc Cardenas y MORENA, el partido de Andrés Manuel López Obrador, han gobernado a los veinte millones de habitantes de la Ciudad de México durante veinte años, y siguen haciéndolo. El primer electo fue el propio Cárdenas, hijo de Lázaro Cárdenas, en 1997, y la última electa fue Claudia Sheinbaum, de MORENA, en 2018.

En 1996 fue firmado el “Acuerdo de Paz Firme y Duradera” entre el gobierno de Álvaro Arzú y la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca (URNG) que agrupaba a cuatro organizaciones guerrilleras y se convirtió en partido político. Se inició así la era democrática en Guatemala. La UNRG no tuvo éxito como partido, y la democracia culminó con la presidencia de los indescriptibles Jimmy Morales y Alejandro Giammattei.

Los acuerdos de paz de Chapultepec de 1992 pusieron fin a doce años de guerra en El Salvador y legalizaron como partido político al Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN). Entre el 2009 y el 2019 gobernaron Mauricio Funes y Salvador Sánchez Cerén. El Frente perdió apoyo popular y la democracia terminó gobernada por Nayib Bukele.

Los grupos antes insurgentes, transaron para avanzar a la manera de los procesos europeos de transición, como los de España, Portugal y Grecia. Se pusieron así de moda el eurocomunismo y diversas formas de socialdemocracia. Se decidió abandonar las armas o deponer posturas socialistas radicales para acudir a las ánforas. Las formaciones políticas fueron obligadas a abandonar el cuestionamiento de la democracia burguesa y optaron por estar presentes en ella sin plantear un cambio de estructuras económicas, porque aparentemente no era posible. Tratándose de los derechos económicos y sociales, aplicaron las políticas y programas del Banco Interamericano de Desarrollo y del Banco Mundial, en vez de las nacionalizaciones y expropiaciones que fueron el paradigma de los sesenta. 

Marchas y contramarchas

El grado de radicalidad varió según cada situación, desde el radicalismo sonoro de Hugo Chávez, más próximo a Cuba, quien planteó el Socialismo del siglo XXI, hasta la extrema moderación de la concertación chilena, imitadora del Pacto de la Moncloa, que pasó al olvido en las elecciones presidenciales chilenas de noviembre de 2021. 

Chávez rompió el pacto a media voz con las clases dominantes, nacionalizó la estatal PDVSA, abrió relaciones con Irán, Siria, Libia y otros países víctimas de las guerras imperiales, denunció las acciones criminales del imperialismo norteamericano y europeo, e intentó reabrir el camino revolucionario de Cuba y Nicaragua desde el poder. Pero el imperio bloqueó a Venezuela, sometiéndola a toda clase de vejaciones, robos, calumnias y torturas colectivas. A pesar de todo, el oficialista PSUV mantiene la conducción del país.

La política ya no se ejerce en la plaza pública sino en los sets de televisión. La lucha armada perdió su encanto romántico al no obtener prontos resultados y, en vez de ello, degeneró en estados de guerra, secuestros, terrorismo e incluso complicidad con el narcotráfico. Los líderes políticos tienen que competir con las estrellas del entretenimiento. Los dueños del juego denuncian, juzgan y condenan, ya no en los tribunales o en las plazas públicas, sino en los medios de comunicación, ante defensores pagados por el sistema de explotación. La política es un espectáculo, ya no el ejercicio de líderes ilustrados, sino de personajes pintorescos o protagonistas de reality shows, como Donald Trump en Estados Unidos, Jair Bolsonaro en Brasil y Jimmy Morales en Guatemala, quienes encontraron en ese estilo una forma de comunicarse con los sectores más postergados.

Los progresistas ingresaron a una democracia deslegitimada, en quiebra moral, que se les entregaba maltrecha y decadente.

Además, los dueños de esa democracia deslegitimada la mantienen vigilada mediante las fuerzas armadas, entrenadas y controladas por los Estados Unidos, las que, excepto en Venezuela y Nicaragua, no fueron reformadas. Una democracia intervenida por las empresas globales y cercada por los defensores del capital, desde los periódicos, la radio y la televisión. Una democracia que, en países como Nicaragua, está limitada por una Iglesia Católica ultraconservadora. 

Los progresistas han regido solo en la parte ejecutiva de los sistemas políticos del continente, o en parte de los parlamentos, pero no en los aposentos secretos del dinero; tienen los gobiernos, pero no los bancos y la prensa. Fueron y son presidentes, ministros y congresistas, pero la economía sigue ocupada por las grandes corporaciones y atada al FMI. Y aun después de la crisis asiática de 1996 y la debacle inmobiliaria y global del 2008, el neoliberalismo elaborado en los think tanks de la OCDE, el FMI y el Banco Mundial sigue siendo la ideología del sistema capitalista global, aquella que decide en los organismos internacionales a los que hay que recurrir para pedir préstamos, porque el financiamiento nacional no es suficiente debido a que no se puede subir los impuestos a las empresas. En algunos países de la región la presión tributaria no sobrepasa el 12% del PBI, mientras que en la eurozona es el del orden del 41%.

A pesar de lo que digan y hagan, las izquierdas progresistas siguen siendo sospechosas de extremismo y terrorismo para los dueños del sistema político. Siguen estando bajo la vigilancia de los servicios de inteligencia y los traficantes de grabaciones y videos ilegales, en una época en que la privacidad y el secreto han sido vencidos por la tecnología de los celulares y los sistemas de escucha. Tuvieron que callar las causas de la injusta realidad social anclada desde siglos en la concentración de la propiedad de la tierra y el dinero; debieron respetar las injustas reglas de la democracia representativa que antes habían repudiado; y en algunos casos hicieron consenso con una parte de la derecha política y la burguesía empresarial. 

En el Chile de Patricio Aylwin y la Concertación, en un proceso prolongado hasta la presidencia de Bachelet, tuvieron que aceptar a los senadores vitalicios del Pinochetismo, obligados a guardar silencio sobre los crímenes del 73 y a rescatar al propio Pinochet de la justicia penal internacional. En Uruguay, el Frente Amplio no pudo destapar los secretos de las torturas y desapariciones forzadas cometidas por la dictadura de Juan María Bordaberry. Las burguesías industrialistas en la Argentina de los Kirchner, existentes desde la época de Juan Perón, no son aceptadas por los sojeros y estancieros, dueños de la tierra y el capital.

En pocos países gobernados por las izquierdas se incorporó la nueva agenda de ampliación de derechos de las Naciones Unidas: pueblos originarios, género, LGTBI. República Dominicana, El Salvador y Nicaragua, gobernadas durante períodos más o menos largos por las izquierdas, figuran entre los países del mundo que tienen las políticas más conservadoras relacionadas con los derechos sociales y reproductivos.

El PT de Lula, surgido de las comunidades de base en los sesenta, tuvo que hacer una alianza de facto con las burguesías nacionales construidas desde la época de Getulio Vargas y con los empresarios de las dictaduras militares que siguieron al derrocamiento de João Goulart. Es decir, tuvieron que entrar en el medio capitalista, en su versión latinoamericana. Y en ese ambiente, lo que valen no son las personas sino el capital, los negocios, la especulación y la corrupción. Podríamos decir que la corrupción es parte del sistema. O, si queremos ser más rotundos y explícitos, es el sistema. 

Pero, así y todo, los ecuatorianos de la Revolución Ciudadana reivindicaron constitucionalmente a los pueblos indígenas; el proceso boliviano fue y es una revolución étnica y cultural que ha llevado a los quechuas y aimaras al poder político; los pobres de los cerros invadieron la política de las elites con Chávez y Maduro en Venezuela; el analfabetismo fue vencido en Cuba, Nicaragua, Venezuela y Bolivia; Venezuela recuperó PDVSA, una de las petroleras más importantes del planeta; Nicaragua mantiene la seguridad ciudadana en medio de una región convulsionada por las bandas urbanas; con Lula, el dinero del estado llegó por primera vez de manera directa a los pobres de Brasil; Jorge Rafael Videla y su banda criminal fueron llevados al banquillo y condenados en Argentina. 

En general, dentro de un sistema de corrupción, las izquierdas dieron ejemplo de limpieza y honestidad en el uso de los fondos públicos. 

Años de contraofensiva

Las contraofensivas imperiales se produjeron pronto y de forma sucesiva. Derrocaron a Aristide, se apartó del poder a Lugo, se golpeó a Zelaya, se destituyó a Dilma, se enjuició y apresó a Lula, se estigmatizó a Chávez, se traicionó y enjuició a Correa, se intentó apresar a Cristina Kirchner, se saboteó y derrotó a los salvadoreños, se criminalizó a Maduro y se bloqueó despiadadamente a Cuba y Venezuela. El imperio aprendió las técnicas movilizadoras de la izquierda y generó las guarimbas de Venezuela y la rebelión reaccionaria contra el sandinismo, al tiempo que trataba de mover el piso de la hasta ahora invicta revolución cubana con su frustrada “revolución de colores”.

Pero como los progresistas no pueden avanzar de más en la satisfacción de las demandas populares, dejan expectativas insatisfechas que son aprovechadas por la reacción. La derecha retornó al poder en Uruguay, luego de años de administración del Frente Amplio; Mauricio Macri ganó en Argentina; Bukele ganó en El Salvador; Sebastián Piñera gobernó en Chile dos mandatos.

Una nueva ola popular llevó a AMLO a la presidencia de México; el MAS retornó con Arce al poder político, después del golpe de estado; el maestro provinciano Pedro Castillo le ganó al fujimorismo en el Perú y Xiomara Castro triunfó en Honduras.

Todo eso al tiempo que los procesos más radicales de Cuba, Venezuela y Nicaragua se mantienen en pie, a pesar del desesperado y despiadado bloqueo de la alianza colonialista de Estados Unidos y la Unión Europea.

Pero emergen una serie de problemas. El abstencionismo electoral es un fenómeno que afecta tanto a izquierdas como a derechas, de similar efecto en las elecciones de Chile y en las de Venezuela de noviembre de 2021.

La renovación de cuadros y liderazgos sigue siendo un tema difícil. Los bloqueos imperiales y las amenazas de las oligarquías nacionales no justifican, sino en contados casos, la permanencia de líderes que se quedan por largos períodos al mando de sus países y con ello ocasionan que los sistemas políticos progresistas sean tildados de dictaduras.

La conciliación entre las izquierdas y el orden sigue siendo un tema. Las izquierdas son identificadas con el desorden inevitable en las protestas y las derechas con el orden, aunque sea represivo e injusto. Es fácil entonces para las derechas hablar en nombre de un orden supuestamente necesario.

Las derechas reconocen a la democracia sólo cuando está al servicio de sus intereses; conspiran y son golpistas por naturaleza. La gobernabilidad de las izquierdas depende de su relación con los movimientos sociales. Son éstos los que les dan fuerza y legitimidad en Nicaragua, Venezuela, Brasil, Perú, Honduras, Bolivia y, desde luego, en Cuba. Por su parte, el movimiento popular se mantiene activo en Colombia, a pesar de las acciones criminales paramilitares.

Es un vaivén entre izquierdas y derechas. Pero la democracia en disputa tiene cada vez menos aceptación en las sociedades, al tiempo que las sublevaciones populares y las pugnas entre los dueños del sistema político causan la inestabilidad a la que los defensores del sistema llaman “falta de gobernabilidad”

El vaivén entre derechas e izquierdas  continuará hasta que las condiciones globales creen nuevos balances y espacios que permitan afectar las bases estructurales de la dominación y el colonialismo. Ese tiempo, el tiempo de la revolución, todavía no ha llegado, pero llegará algún día.

Fuente: Alai

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