Por Fernando Buen Abad.
Mentir no es solo hablar en falso, mentir es construir sistemas. Mentir ha servido hasta para fundar imperios. Mentir es redactar constituciones, fabricar credos, imprimir billetes, firmar tratados y emitir noticias.
La mentira no es apenas un error o una debilidad moral: es una herramienta sistémica de dominación. Es la materia prima de muchas “verdades” oficiales. Es una metodología semiótica que, bien manejada, produce obediencia, resignación, consenso. Por eso, urge escribir una Historia Universal de las Mentiras que no sea apenas una cronología de falsificaciones, sino una crítica radical de los dispositivos simbólicos con los que la mentira se ha hecho poder.
Hay que decirlo claro: la mentira ha sido sistemáticamente utilizada por las clases dominantes como un modo de producción ideológica. Y ha sido impuesta no sólo con palabras, sino con imágenes, con gestos, con silencios. La mentira es multimodal, multisensorial y multidimensional. Tiene gramática, tiene sintaxis, tiene economía política. No se trata de errores ni deslices: se trata de una maquinaria. Desde los papiros egipcios hasta las fake news algoritmizadas, la mentira ha ocupado el centro de la escena semiótica. Se ha transformado con las épocas, pero no ha dejado de cumplir su función: ocultar la explotación, desmovilizar la crítica, reescribir la historia y glorificar a los verdugos. ¿Quién ha mentido más y con más impunidad que los vencedores?
Toda mentira poderosa necesita una legitimación narrativa. Y para eso están las mentiras fundacionales. En el fondo de cada imperio late una gran farsa que le da sentido y prestigio: el “pueblo elegido”, la “misión civilizadora”, la “mano invisible del mercado”, el “destino manifiesto”, el “sueño americano”… son todas variantes de la misma lógica semiótica: producir ficciones eficaces. La invasión de América fue una mentira con tinta de códice. No fue descubrimiento, fue invasión. No fue encuentro de culturas, fue genocidio. Y, sin embargo, la escuela, los libros y las fechas patrias insisten en narrarla con el perfume rancio de la epopeya. ¿Qué semiótica legitima que un saqueo se celebre como avance de la humanidad? La semiótica de la falsedad.
Del mismo modo, la historia de la modernidad capitalista es una historia de mistificaciones. Libertad, igualdad, fraternidad… pero sólo para la burguesía. El “progreso” industrial construyó imperios a costa de la miseria obrera. La democracia representativa institucionalizó la plutocracia. El liberalismo económico se presentó como emancipador mientras consolidaba nuevos yugos. Mentir es construir narrativas con efectos materiales. Cuando la historia la escriben los vencedores, la mentira se vuelve leyenda. El capitalismo no sólo produce mercancías: produce signos. Produce ideología. Produce significados. Y en ese proceso, la mentira cumple un papel central. No sólo se miente en los discursos políticos, también se miente en las etiquetas, en las publicidades, en las encuestas, en los titulares, en los algoritmos, en los datos supuestamente neutrales. Todo un sistema de fabricación de falsedad camuflada de objetividad.
Su economía política de la mentira requiere analizar quién la produce, cómo circula, a quién beneficia y cómo se naturaliza. Mentir, en este contexto, es fabricar sentido a la medida del capital. Y eso no es una metáfora: es un modelo de negocio. Basta ver cómo operan los grandes medios de comunicación, las plataformas digitales, las consultoras de imagen y las fábricas de bots. No mienten por error, mienten por diseño. La mentira, así, deviene industria. Y esa industria tiene nombre: industria cultural, industria mediática, industria de la ignorancia. Walter Benjamin ya lo anticipó: cuando la barbarie se convierte en cultura oficial, la mentira se convierte en patrimonio.
Desde una perspectiva semiótica crítica, la mentira no es una palabra aislada ni un enunciado equivocado. Es una estructura de sentido falseado, sostenida por aparatos de producción simbólica. Podemos identificar al menos cinco operaciones semióticas típicas de la falsedad sistémica: Inversión proyectiva: consiste en acusar al otro de lo que el mentiroso mismo hace. Ejemplo: las potencias imperialistas que acusan a los países soberanos de dictaduras, mientras imponen guerras, bloqueos y asesinatos. Eufemización: camuflar la violencia con palabras suaves. Ejemplo: llamar “daños colaterales” a las masacres. Descontextualización: tomar hechos reales y presentarlos fuera de su contexto para manipular su sentido. Omisión selectiva: mentir por lo que se calla, por lo que no se muestra. Repetición hipnótica: instalar una mentira como verdad por simple repetición.
Hoy no estamos frente a una decadencia de la verdad, sino frente a una mutación del régimen de falsedad. La llamada “posverdad” no significa que la verdad haya muerto, sino que la mentira se ha perfeccionado. Ha mutado en forma y velocidad. Se ha adaptado al ritmo de las redes, a la estética de los memes, al formato de las apps. La mentira contemporánea es acelerada, viral, segmentada y rentable. La posverdad es la fase digital del sistema de falsedades del capitalismo. Ya no hace falta que una mentira sea creíble: basta con que refuerce una emoción. El odio, el miedo, el desprecio… son los vectores afectivos de la falsedad. Y los laboratorios del capitalismo lo saben. Por eso invierten millones en estudiar el comportamiento de los públicos, en diseñar campañas de manipulación emocional, en automatizar la mentira con inteligencia artificial.
¿Ejemplos? Las “armas de destrucción masiva” en Irak. Las “crisis humanitarias” en Venezuela. El “narcoestado” como forma de criminalizar proyectos soberanos en América Latina. Todas, mentiras con función estratégica: justificar la intervención, debilitar la organización, sembrar desesperanza. Frente a la mentira sistémica, la crítica semiótica no puede limitarse a denunciar errores. Debe desenmascarar estructuras. Debe revelar los intereses detrás de las palabras. Debe construir una pedagogía de la sospecha, pero también una pedagogía de la verdad popular. La verdad no es neutral. Es un campo de disputa. Una trinchera. Una batalla de clase. Decía Fidel: “La verdad debe ser dicha, aunque duela”. Decía Gramsci: “La verdad es siempre revolucionaria”. Decía Lenin: “Lo más revolucionario que puede hacerse es decir la verdad”. Y dice AMLO: “La mentira es reaccionaria, la verdad es revolucionaria”.