sábado, mayo 24, 2025
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Francisco, sus claroscuros y las incógnitas del cónclave.

Por Carlos Fazio.

Murió el papa Francisco y no hubo duelo, pero sí mucho cinismo e hipocresía político-diplomática. Prueba de ello, en su funeral de Estado en la plaza de San Pedro, el 26 de abril, estuvieron presentes los máximos representantes del Occidente colectivo, cómplices del genocidio de Israel en Gaza y de la guerra proxy de EU y la OTAN contra Rusia en Ucrania: Trump y su antecesor Biden, Macron, el británico Starmer, la Meloni, Scholz, Ursula von der Leyen, Mark Rutte y otros distinguidos dolientes como Zelensky. Y hasta Javier Milei, quien con su esquizofrénico lenguaje soez abominó en vida del Papa, llamándolo “representante del maligno en la tierra”, “zurdo de mierda” y “sorete mal cagado” (sic). 

Durante las exequias, la pompa vaticana no pudo ocultar que, desde la enfermedad del pontífice y su debilitamiento físico, había iniciado una brutal guerra por la sucesión; un tiempo de pre-cónclave. Con independencia del Espíritu Santo, la pugna, ahora, se dirimirá entre quienes buscarán consolidar las tenues reformas del jerarca católico fallecido y los que intentarán un nuevo proceso de restauración de signo ultraconservador, a tono con los tiempos que corren en Estados Unidos y algunos países de Europa y Latinoamérica. 

Conviene recordar que −como repiten los obispos− la Iglesia es una institución jerárquica, vertical y autoritaria, no democrática. Su configuración corporativa y piramidal, con su estructura de mando análoga a la de un ejército, tiene en la cúspide al Papa (después de Dios, el gobernante en la tierra es el soberano pontífice), seguido por el Sacro Colegio Cardenalicio, los obispos y el clero, y reproduce dentro a una sociedad de machos. La mujer está sometida, ocupa un plano de inferioridad, casi servil. Desde la muerte de Pablo VI, en 1978, ese patriarcado travestido en sexismo como forma sutil de subordinación de la mujer, había desnudado aún más a esa Iglesia “santa y prostituta” −como solía proclamarla y aceptarla el ex VII obispo de Cuernavaca, Sergio Méndez Arceo−, y exhibía la angustia, humillación y vejación a que son sometidas mujeres en su seno por clérigos seguidores de Jesús de Nazaret. 

Algo de eso quiso reformar Francisco al asumir, no sin contradicciones, la “agenda woke” de la plutocracia de Davos; pero no pudo implementar cambios estructurales, ya sea porque le faltó voluntad o encontró férreos obstáculos en sectores tradicionalistas de la curia romana, dejando muchas de sus propuestas en lo simbólico. Así, la ordenación de mujeres como sacerdotes o diaconisas, a diferencia de otras denominaciones cristianas, sigue siendo tabú y la estructura eclesiástica permanece dominada por hombres célibes.

Conviene rememorar que durante los 34 años de papado de Juan Pablo II y su guardián de la ortodoxia, el cardenal alemán Joseph Ratzinger, apodado El Rottweiler de Dios y a la postre Benedicto XVI, la Iglesia se convirtió en feudo. Como dijo entonces Leonardo Boff −sentado por ambos en el banquillo de la ex Inquisición y condenado a un año de “silencio obsequioso” −, el eje Wojtyla-Ratzinger forjó “una Iglesia feudal controlada y dominada desde Roma”. En clave de neocristiandad, los dos pontífices clericalizaron la institución a partir de la visión imperial entronizada por Gregorio VII en 1075 con su bula Dictatus Papae, que significa Dictadura del Papa. Según apuntó el gran eclesiólogo Jean-Yves Congar, con Juan Pablo II se consolidó el ejercicio centralizado, autoritario y hasta despótico del poder eclesial.

Fue en ese marco de Iglesia donde el sacerdote argentino Jorge Bergoglio supo deslizarse como pez en el agua, pasando de superior provincial de los jesuitas (1973-79) a ser designado obispo por Juan Pablo II (1992), arzobispo de Buenos Aires (1998) y cardenal primado (2001), ejerciendo además la presidencia de la Conferencia Episcopal Argentina durante dos lapsos consecutivos (2005-11). Ergo, como todo prelado, Bergoglio fue formado para ser un hombre de poder. Y desde su cercanía inicial a la agrupación derechista Guardia de Hierro, ligada a la peor versión del peronismo, y después con el masserismo (el almirante Eduardo Emilio Massera fue uno de los jefes de la Junta Militar, con su deriva, el terrorismo de Estado, en cuyo seno jerarcas católicos como el arzobispo de La Plata, José Antonio Plaza, los vicarios castrenses Adolfo Tortolo y Victorio Bonamín, el obispo de Jujuy, Miguel Medina, y hasta el nuncio Pío Laghi, justificaron la tortura en los centros clandestinos y bendijeron la armas del Ejército), transitó a la llamada Teología del Pueblo de Lucio Gera y Juan Carlos Scannone −alejada de las herramientas marxistas de la Teología de la Liberación y que no reconoce la lucha de clases, pero que admite el conflicto entre pueblo y “antipueblo” y apoya la opción prioritaria por los pobres aunque no los empodera− y fue ungido pontífice en marzo de 2013.

Ya en Roma, Francisco renunció al estilo palaciego e imperial de sus predecesores, puso énfasis en lo social, recorrió las “periferias” del orbe donde se hacinan los condenados de la tierra y condenó al capitalismo (sin mencionarlo) como “sistema de muerte”. 

Alguien, tras su deceso, lo llamó “el Papa de los ateos”. A su vez, el estudioso marxista Michael Löwy lo definió como un pontífice poco común, que, en una Italia gobernada por los neofascistas y una Europa cada vez más reaccionaria, se distinguió por “un sorprendente compromiso ético, social y ecológico”, aspectos, estos, contenidos en su encíclica Laudato si (2015), recibida con entusiasmo por los auténticos ecologistas, pero que suscitó preocupación y rechazo por parte de los conservadores religiosos, los representantes del gran capital (sobre todo los sector petrolero), los medios hegemónicos y los ideólogos de la “ecología de mercado”, por su carácter antisistémico.

Como destaca Löwy, para Francisco, los dramáticos problemas ecológicos de nuestro tiempo son el resultado de los engranajes de la actual economía globalizada, constituidos por un sistema “estructuralmente perverso de relaciones comerciales y de propiedad”. Un sistema en el que predominan “los intereses limitados de las empresas” y “una racionalidad económica cuestionable”, cuyo único objetivo es maximizar ganancias. Entre las características perversas del sistema, Francisco mencionaba la obsesión por el crecimiento ilimitado, el consumismo, la tecnocracia, el dominio absoluto de las finanzas y el endiosamiento del mercado. Incluso, Francisco cuestionó los llamados “mercados de carbono” del capitalismo verde, como una falsa solución, ya que pueden dar lugar a una nueva forma de especulación y no servir para reducir la emisión global de gases contaminantes.

No obstante, como otros observadores del pontificado de Bergoglio, Löwy consigna que en la encíclica los pobres (los campesinos, indígenas, los movimientos sociales) no aparecen como actores de su propia emancipación, lo que constituía el proyecto más importante de la Teología de la Liberación impulsada en los años sesenta y setenta por teólogos como el peruano Gustavo Gutiérrez, Leonardo y Clódovis Boff, Pablo Richards, entre otros, reprimidos y condenados por el eje Wojtyla-Ratzinger.

El dominico brasileño Frei Betto describió la compleja posición de Bergoglio como “una cabezas progresista” al frente de “un organismo conservador”, dentro del cual, purpurados tradicionalistas y supremacistas como el estadunidense Raymond Burke, quien preside la fundación “Dignitatis Humanae”, entusiasta partidario del presidente Donald Trump y quien junto con el líder de la ultraconservadora Liga del Norte, el italiano Matteo Salvini, y poderosos grupos religiosos y de laicos como el Opus Dei, Comunión y Liberación, los Caballeros de Colón, la Orden de Malta, Camino Neocatecumenal y Sodalicio de Vida Cristiana, no dudaron en considerarlo hereje y comunista disfrazado.

Como recordó Leonardo Boff en 2024, laicos ricos estadunidenses fraguaron un complot para deponer a Francisco, “como si la Iglesia fuese una empresa y el Papa su CEO”. Ya en 2017, The New York Times había detectado que, junto con el cardenal Burke, el ex jefe de consejeros de Trump, Steve Bannon, habían creado un centro de adoctrinamiento de prelados ultraconservadores a 120 kilómetros de Roma, en la Cartuja de Trisulti, del siglo XIII, con el fin de globalizar sus ideas.

Ahora, en una coyuntura geopolítica muy particular debido a la emergencia del multipolarismo, con China, Rusia e Irán como motores, el irreflenable Trump −quien según consignó Sergio Rodríguez Gelfenstein incluyó a varios católicos en puestos clave, como el vicepresidente J.P. Vance; el secretario de Estado, Marco Rubio; Richard Genell, enviado especial para Venezuela y Corea; Elise Stefanik, embajadora en la ONU; el director de la CIA, John Ratcliffe, y el secretario de Transporte, Sean Duffy− podría intentar interferir en el cónclave para designar al nuevo Papa a través del mencionado Burke y el cardenal arzobispo de Nueva York, Michael Dolan.

Y es que en el cónclave, previsto para el 7 de mayo, no solo se juega quien será el nuevo guía espiritual de la Iglesia católica, sino también cual será la orientación geopolítica del Vaticano en una coyuntura histórica atravesada por guerras y grandes cambios. Amén, claro está, de quien velará por los propios intereses de poder político y financiero de la interna eclesial urbi et orbi, pero, en particular, en el seno de la curia romana, donde pululan los privilegios y la corrupción.

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