Una alternativa de izquierda es indispensable para superar la tibieza del progresismo actual. Esa opción sólo emergerá exponiendo críticas a la inconsecuencia de ese espacio. Para modificar las relaciones de fuerza hay que compartir alegrías y objetar capitulaciones. La derecha es el enemigo principal que el progresismo no enfrenta con contundencia.
El futuro de la región no depende sólo de la lucha social, la confrontación con la derecha y los desengaños con el progresismo de baja intensidad. También será determinado por la consolidación de alternativas políticas de izquierda, que demuestren inteligencia y capacidad para lidiar con las complejas disyuntivas que se avecinan.
Sólo esas vertientes podrían abrir un curso superador de la nueva oleada de gobiernos de centroizquierda, mediante dinámicas de radicalización política. Ese curso permitiría desenvolver la perspectiva anticapitalista que requiere un proyecto emancipador.
Justificaciones del progresismo
Para forjar un rumbo de victorias populares hay que exponer los cuestionamientos al progresismo sin vergüenza, timidez o culpa. Ninguna de esas críticas favorece a la derecha, si es expuesta desde un campo de confrontación con las fuerzas reaccionarias y en un frente de batalla contra ese enemigo principal. No se puede construir un proyecto popular en silencio o con maniobras que eludan el debate. Los caminos alternativos no brotarán en forma espontánea, sin clarificar divergencias, ni asumir el costo de incomodar a los propios aliados.
La forma más corriente de soslayar este desafío es la presentación de los gobiernos progresistas como acontecimientos auspiciosos, en comparación a las opciones reaccionarias. Esa obviedad debería ser simplemente señalada como punto de partida, para evaluar las enormes falencias de esas administraciones. Pero esta segunda parte del problema es frecuentemente omitida, a la espera que el propio curso de la vida política corrija las carencias de esos gobiernos. Esa expectativa carece de asidero, puesto que el simple paso de tiempo suele agravar esas insuficiencias.
Sólo encarando una acción decidida contra las capitulaciones de los mandatarios de centroizquierda, se puede evitar la canalización derechista del descontento popular. Esa captura por parte de las fuerzas conservadoras es muy probable, si no existen alternativas de izquierda construidas con propuestas oportunas y factibles. Este último curso se forja en la polémica con los desaciertos del progresismo.
Es evidente, por ejemplo, que el triunfo de la derecha en el plebiscito de Chile demostró la capacidad de los lideres conservadores, para difundir mentiras y ocultar sus propias trayectorias. Pero esos engaños prosperaron por el vacío imperante en el otro bando, como consecuencia de incontables capitulaciones.
Esas agachadas son la tónica predominante en el progresismo light, que no inicia las rupturas pendientes con el neoliberalismo. El esperado avance hacia un estadio posliberal no se consumó en el ciclo anterior, ni irrumpirá en la oleada actual, si persisten las políticas de sometimiento a las clases dominantes. Estas adversas orientaciones deben señalarse para conquistar las metas del movimiento popular.
Una forma habitual de soslayar este problema es el elogio al progresismo cuando obtiene triunfos y el silencio ante los escenarios inversos. En el primer caso se comparte acertadamente el gran fervor que suscitan las buenas noticias. Pero lo más importante son los pronunciamientos en la adversidad. Aquí no basta con reproducir la descripción de lo sucedido. Hay que exponer abiertamente las causas del retroceso que generan las políticas de perpetuación del status quo (Aznárez, 2021).
Miradas Complaciente
Lo ocurrido en Argentina ilustra las negativas consecuencias de convalidar la sumisión del progresismo a los poderosos. Toda la gestión de Alberto Fernández estuvo signada por ese sometimiento, desde su renuncia a expropiar una estratégica y quebrada empresa de alimentos (Vicentin). Posteriormente suscribió un acuerdo con el FMI que afianzó el modelo actual de deterioro salarial, desigualdad y precarización. Favoreció a los grandes exportadores en desmedro del desarrollo interno y aceptó las presiones de la derecha para preservar el poder de una casta judicial, sostenida por los grandes medios de comunicación.
Los críticos de ese rumbo dentro de la coalición oficialista expusieron muchas quejas, pero no ofrecieron otro camino. Nunca exhibieron decisión para revertir la impotencia gubernamental. Al contrario, paulatinamente transformaron sus objeciones en meras justificaciones. El argumento más frecuente de esa convalidación fue la ¨adversidad de las relaciones de fuerza¨ para confrontar con la derecha y cumplir con el electorado. Afirmaron que Alberto debió aceptar los chantajes del poder dominante por la ausencia de un contrapeso equivalente en el campo popular (Aleman, 2022).
Pero esa mirada describe las relaciones de fuerzas como un dato dominante e invariable del escenario político, como si hubiera sido depositado en ese contexto por alguna mano divina. Se omite señalar que los presidentes, ministros y legisladores de un gobierno, no son ajenos a esa puja entre contendientes. Los protagonistas de la vida política forjan o socavan con su acción cotidiana, el balance de fuerzas con los antagonistas. El inmovilismo y la mansedumbre de Fernández influyó directamente en la generación de un marco favorable a los derechistas. Si se divorcia esa actitud de sus consecuencias, lo sucedido en Argentina se torna inexplicable.
“Los críticos de ese rumbo dentro de la coalición oficialista expusieron muchas quejas, pero no ofrecieron otro camino. Nunca exhibieron decisión para revertir la impotencia gubernamental”
Los justificadores de la rendición del gobierno avalaron también el acuerdo con el FMI, repitiendo la extorsión difundida por la derecha para forzar ese compromiso (¨nos quedamos fuera del mundo¨). En lugar de subrayar las nefastas consecuencias de ese convenio, propagaron fantasías sobre su viabilidad (¨podemos pagar, crecer y distribuir¨). Además, el deterioro del nivel de vida que generó ese pacto fue equivocadamente atribuido a otras causas, como la pandemia o la guerra (Katz, 2021).
Esa postura de resignación ante los financistas determinó la acotada resistencia en las calles contra los acreedores. El broche final de esa inacción fue la aprobación legislativa (en forma explícita o disimulada) de un fraude que hipoteca el futuro de varias generaciones.
Muchos progresistas reconocen las terribles consecuencias de esa política oficial, pero relativizan sus efectos en comparación al virulento ajuste que propicia la derecha. Pero en esa caracterización escinden ambos cursos, como si conformaran dos universos desconectados. Lo cierto es que la capitulación del gobierno facilita los atropellos de los neoliberales. La derecha ha recuperado pujanza electoral por el desengaño que generó el oficialismo.
Los desaciertos del progresismo son también justificados con apreciaciones sociológicas. En Argentina es muy frecuente culpar a toda la ¨sociedad¨ en forma indistinta por las agachadas que consuma el oficialismo, como si los gobernados tuvieran la misma responsabilidad que los gobernantes en las decisiones de una gestión. Con ese razonamiento se intenta explicar las consecuencias políticas negativas del rumbo gubernamental.
Un planteo semejante fue expuesto en Brasil durante la década pasada para evaluar la desilusión con el PT. Se afirmó que esa decepción fue consecuencia de la irrupción de una nueva clase media con valores individualistas. El consumismo de ese segmento habría afectado al gobierno que facilitó la propia mejora de ese sector. Esa paradójica sanción a los padrinos de un ascenso social fue enunciada como la principal determinante del retroceso sufrido por el lulismo (Natanson, 2022).
Pero ese abordaje situó un problema político en el diferenciado universo de las conductas sociales. De esa forma se eludió indagar la responsabilidad de los gobernantes en la pérdida de influencia sobre sus viejos adherentes (Katz, 2015:173-176). Este balance tiene enorme actualidad en el comienzo del tercer mandato de Lula. Si en esta nueva oportunidad se repiten las políticas favorables al gran capital, volverán a emerger las frustrantes consecuencias de esas orientaciones.
Problemas del “Pos-Progresismo”
El generalizado resurgimiento de gobiernos de centroizquierda refuta el influyente diagnóstico de extinción de esa vertiente que expusieron muchos analistas. Resaltaron un ocaso definitivo de la centroizquierda que ha quedado totalmente desmentido.
De esa evaluación también surgieron convocatorias a forjar proyectos “posprogresistas”, con acertadas críticas a las limitaciones de esas experiencias (Modonesi, 2019). Pero esas objeciones incluyeron caracterizaciones muy discutibles de esos gobiernos.
Particularmente polémica fue la tesis de una “revolución pasiva” consumada por esas administraciones, para apuntalar nuevos modelos de las clases dominantes, disciplinando o desmovilizando a las clases subalternas. Esa mirada objetó el postulado opuesto de un “empoderamiento popular” incentivado por esos gobiernos.
En los hechos no prevaleció ninguna de esas dos situaciones contrapuestas. Los pueblos no asumieron el control del sistema político, pero tampoco fueron inmovilizados o anulados como sujetos activos. En realidad, se verificó una variedad de escenarios en los distintos países de la región.
El protagonismo popular conquistado en Bolivia nunca se diluyó, la presencia callejera de los sindicatos y los movimientos sociales argentinos tampoco se extinguió y el indigenismo ecuatoriano retomó la iniciativa una y otra vez. Por el contrario, en Brasil se registró un efectivo reflujo de la acción popular, pero sin derivar en la estabilización de la derecha.
Es cierto que la restauración conservadora advino por las frustraciones que generaron los gobiernos progresistas. Pero ese negativo impacto no sepultó el largo ciclo de luchas populares, que desembocó en las rebeliones de los últimos años y en la presencia de un renovado contexto de centroizquierda gobernante. El desalentador diagnóstico del “posprogresismo” no condice con esta realidad.
“Los pueblos no asumieron el control del sistema político, pero tampoco fueron inmovilizados o anulados como sujetos activos”
Si la experiencia de la década pasada hubiera desembocado en la regimentación o en la desmoralización de los pueblos, América Latina afrontaría un cuadro de inactividad por abajo y no de revueltas. Tampoco se habría verificado un retorno tan generalizado del progresismo al gobierno. En la dinámica de la “revolución pasiva”, esa modalidad habría desaparecido o empalmado con alguna vertiente de la restauración conservadora.
La ultraderecha justamente irrumpe con furia en la actualidad contra el progresismo, porque esa fuerza persiste como un oponente de los grupos reaccionarios. América Latina no ingresó en un período “posprogresista”, sino en un nuevo round de la experiencia anterior.
Estas evaluaciones son importantes para recordar que la opción de la izquierda se forja subrayando que la derecha es el enemigo principal y que el progresismo falla por impotencia, complicidad o cobardía frente a su adversario. De ninguna manera se asemeja a las corrientes reaccionarias. Esta distinción es clave y su omisión obstruye la gestación de una alternativa.
El desconocimiento de este principio fue el principal problema que afrontó en la década pasada la tesis del Consenso de Commodities. Ese enfoque ponía un signo de igual en todos los gobiernos de la región por su compartido aliento a la exportación de materias primas.
Con esa mirada se equiparaba a las administraciones enfrentadas y sometidas a Estados Unidos. Se asemejaba también a los gobiernos en conflicto con los amoldados a las clases dominantes y finalmente se igualaba a los mandatorios sensibles a las demandas de los empobrecidos, con los presidentes manejados por los enriquecidos. Todos quedaban identificados en el mismo casillero por la mera prioridad que asignaban a la explotación de los recursos naturales. Con esa miopía, Evo Morales, Macri, Chávez, Uribe, Lula, Piñera, Correa, Bolsonaro o Kirchner eran colocados una misma bolsa de gobiernos extractivistas (Katz, 2015: 63-75).
Los errores de esa evaluación deben ser asimilados en el nuevo período. La experiencia de la década pasada fue muy aleccionadora y ahora corresponde distinguir con criterios políticos, a los gobiernos de centroizquierda de sus enemigos derechistas. Esa diferenciación es decisiva para desenvolver estrategias que permitan el avance de la izquierda.
México y Ecuador
La tesis de una etapa ya ulterior al progresismo es expuesta a veces a partir de la experiencia mexicana, en una polémica con el rol jugado por el nuevo gobierno de AMLO en la conjura de las luchas de Ayotzinapa y los movimientos del 2014 (Oprinari, 2022). Las críticas a los desaciertos de esa administración abarcan un amplio número de tópicos económicos, sociales y geopolíticos (Aguilar Mora, 2023). Pero a diferencia de los precedentes sudamericanos, el progresismo en ese país es un acontecimiento muy reciente que incluye mejoras, expectativa popular y capacidad de movilización contra la derecha.
Las caracterizaciones que acertadamente subrayan las significativas diferencias de AMLO con sus enemigos de la reacción, estiman que ese mandatario presenta un perfil de bonapartismo progresivo (Hernández Ayala, 2023).
Su consolidación en la centroizquierda se ha consumado, frente al techo que alcanzó al cabo de 28 años la experiencia alternativa del zapatismo. En el pico de su popularidad (2001), esa vertiente reunió multitudes en la principal plaza del país. El declive posterior estuvo signado por el aislamiento en campañas auto centradas. Ese curso permitió su consolidación en varias comunidades indígenas, pero diluyó su peso como referencia nacional. La presentación de AMLO como un enemigo equivalente a las tradicionales fuerzas conservadoras contribuyó a ese debilitamiento (Hernández Ayala, 2019).
Estas dificultades presentan un estrecho parentesco con los problemas del enfoque autonomista, que en la década pasada contrapuso la dinámica contestaria de los movimientos sociales, con el amoldamiento de los gobiernos de centroizquierda al status quo. Ese contrapunto inspiró la teoría de “cambiar el mundo sin tomar el poder”, que no pasó la prueba de alguna experiencia exitosa en la región. En ningún país se demostró la factibilidad de concretar conquistas sociales o avances democráticos, soslayando la disputa por el poder luego de acceder al gobierno.
En esa mirada se inspiró también la errónea identificación de las administraciones progresista con sus enemigos de la derecha. Esa equivalencia tuvo consecuencias electorales negativas, cuando implicó convocatorias al voto en blanco, en las disputas entre ambas fuerzas.
El caso más reciente de este desacierto se registró en el balotaje ecuatoriano entre
el progresista Arauz y el derechista Lasso. El llamado al voto nulo permitió la conversión del candidato de las fuerzas reaccionarias en presidente del país. Por ese resultado, Ecuador quedó marginado del mapa centroizquierdista que impera en Sudamérica.
Ese caso confirmó cuán equivocada es la equiparación de las dos fuerzas diferentes, como variantes análogas de una misma dominación de los poderosos. Un gobierno que frustra las expectativas populares no se asemeja a otro que reprime manifestaciones, encarcela dirigentes y asesina a los militantes. Salta a la vista la mayor adversidad de este segundo escenario para cualquier proyecto popular.
Es cierto que la hostilidad de Correa hacia los movimientos sociales y su estrategia de
transformaciones por arriba (“revolución ciudadana”) crearon un fuerte resentimiento en grandes sectores populares. Pero esas tensiones no justifican la neutralidad electoral frente al enemigo derechista. Se ha corroborado que la izquierda no puede apuntalar su propio proyecto, facilitando el triunfo de personajes tan reaccionarios como Lasso.
La fulminante derrota del presidente ecuatoriano en los comicios de medio término confirma ese diagnóstico. Lasso fue aplastado por el correísmo -con un alto número de votantes- en las principales ciudades y provincias. Los electores sepultaron además el referéndum sobre la seguridad, que el mandatario introdujo con improvisada demagogia para conquistar adhesiones. El resultado de estas elecciones sintoniza con las tendencias políticas imperantes en toda la región y corrobora el desacierto previo de la postura abstencionista.
“Es cierto que la hostilidad de Correa hacia los movimientos sociales y su estrategia de
transformaciones por arriba crearon un fuerte resentimiento en grandes sectores populares. Pero esas tensiones no justifican la neutralidad electoral frente al enemigo derechista”
Definiciones tácticas en Brasil
La postura de la izquierda frente a la segunda vuelta electoral se ha transformado en un problema muy corriente por la frecuencia de esos balotajes. En muchos casos, esas definiciones de la presidencia incluyen un gran protagonismo de la ultraderecha. Esa gravitación, tuvieron tres nefastos personajes en los recientes comicios de Colombia (Hernández), Chile (Kast) y Brasil (Bolsonaro). Esta última elección suscitó, además, importantes debates en la izquierda.
Las controversias en el PSOL -la formación política que se alejó del PT en el 2004 cuestionando el amoldamiento de Lula al neoliberalismo- han sido particularmente aleccionadoras. Ese partido se desarrolló con candidaturas propias y cuando apareció Bolsonaro, mantuvo sus figuras en la primera vuelta, para apoyar al representante del PT (Haddad) en la ronda final.
Pero en la reciente compulsa optó por otro curso. Decidió sostener a Lula en las dos instancias electorales, renunciando a la presentación de sus propios postulantes. Esa decisión fue tomada al cabo de una intensa discusión interna, que terminó priorizando el peligro creado por la eventual reelección de un personaje con proyectos represivos y discursos neofascistas.
La mayoría del PSOL entendió que Bolsonaro podía conseguir un nuevo mandato, a partir de la fuerza social construida por el ex capitán. Comprendió que la batalla contra esa amenaza requería conformar un bloque en torno a Lula, para apuntalar la respuesta callejera a la ultraderecha.
Ese diagnóstico también registró el drástico cambio de escenario que introdujo la liberación del líder del PT y la consiguiente recuperación de ese partido (Arcary, 2022a). Con estos fundamentos, el PSOL decidió relegar su propia construcción para asegurar la derrota del enemigo principal. Percibió, además, el peligro de confinarse a la marginalidad si optaba por sostener su candidatura, chocando con la voluntad colectiva de llevar nuevamente a Lula a la presidencia.
Esa postura prevaleció frente a un enfoque minoritario, que propuso mantener la presentación de papeletas propias en la primera vuelta, para marcar distancias con la designación de Alckmin como vicepresidente (Sampaio Júnior, 2022). La crítica a esta regresiva alianza fue unánime dentro del PSOL, pero la mayoría rechazó dividir el voto antibolsonarista, frente al peligro de un triunfo ultraderechista.
El resultado de las dos vueltas confirmó el acierto de este enfoque. El inmenso caudal de sufragios conseguidos por el ex capitán corroboró que estuvo muy cerca de la reelección. Esa pesadilla fue evitada por la pujante movilización que suscitó el liderazgo de Lula. Además, el acuerdo concertado con el PT le permitió al PSOL obtener 12 diputados y el principal dirigente de esa formación (Boulos) consiguió una excelente votación en Sao Paulo.
Actualmente se desenvuelve otro debate en el PSOL que opone a los partidarios y críticos de ocupar cargos en la nueva gestión. El primer enfoque sostiene, que en un gobierno en disputa corresponde apuntalar desde adentro esa pugna con posturas radicales El segundo planteo considera que la defensa de la nueva administración frente a las agresiones de la derecha, no implica asumir puestos oficiales. Entiende que ese ingreso neutralizaría la acción de la izquierda, impidiéndole exigir el cumplimiento de lo prometido en la campaña (Arcary, 2022b).
“El primer enfoque sostiene, que en un gobierno en disputa corresponde apuntalar desde adentro esa pugna con posturas radicales El segundo planteo considera que la defensa de la nueva administración frente a las agresiones de la derecha, no implica asumir puestos oficiales”
Pero ambas vertientes coinciden en destacar que la derrota del Bolsonaro en las urnas, inaugura una batalla que prosigue en las calles, con una nítida agenda de demandas sociales y democráticas (Boulos, 2022). Esa meta puede ser planteada porque se consiguió la victoria electoral. Es evidente que esas iniciativas serían tímidas, defensivas o inexistentes, si Bolsonaro hubiera persistido como presidente de Brasil.
Anticipos en la izquierda Argentina
El debate en Brasil fue seguido con gran atención por la principal coalición de la izquierda argentina (FIT-U), que procesó una gran variedad de posturas (convergentes y divergentes) con la desenvuelta por el PSOL.
Un sector objetó la decisión adoptada por esa corriente en Brasil, señalando que correspondía votar en blanco en el balotaje, a pesar de la potencial continuidad de un mandatario ultraderechista (Heller, 2022). Basta observar el escaso margen de diferencia en el conteo final, para notar las dramáticas consecuencias de ese planteo, si hubiera tenido incidencia en el desenlace de la elección.
Ese enfoque reconoció las diferencias entre Bolsonaro y Lula, pero destacó que el militar no había logrado forjar un régimen fascistizante. Omitió destacar que ese fracaso no garantizaba el mismo resultado en una segunda gestión. Desconoció cuán suicida resultaba consentir esa posibilidad con el voto en blanco.
El segundo argumento para postular la indiferencia entre ambos candidatos al momento de emitir el voto, fue señalar que la clase capitalista de Brasil (y del imperio) sostenían a Lula y a su conservadora versión de un tercer mandato. Pero si esa actitud de los poderosos fuera determinante de la postura electoral de la izquierda, correspondería sufragar por Bolsanaro, que de acuerdo a esa interpretación carecería de sostén entre los acaudalados.
En los hechos prevaleció una división entre los dominadores locales, acorde a la fractura entre Biden (pro Lula) y Trump (pro Bolsonaro). Pero esa fractura o unanimidad del bloque dominante no aporta ninguna guía para la izquierda. El principal barómetro de ese espacio es la potencial vigencia o anulación de las conquistas democráticas. Con esa brújula, el voto en blanco y el consiguiente peligro de continuidad de Bolsonaro equivalía a un harakiri.
Esta definición es importante en Argentina frente a la eventualidad de disyuntivas del mismo tipo. Hasta ahora esa encrucijada no se avizora, pero es una posibilidad siempre presente en el incierto escenario del 2023.
Lo ocurrido en Brasil tiene gran impacto en Argentina. Bolsonaro perdió, pero la derecha argentina tomó nota del enorme basamento forjado por el ex capitán y repite el mismo discurso ultraliberal y represivo. Milei es un clon del militar que logró gran predicamento y se perfila como una figura de peso en la próxima elección.
El peronismo estaba muy entusiasmado con la victoria de Lula, hasta la reciente (y siempre eventual) renuncia de Cristina a participar en los comicios. Hay muchas analogías entre las dos figuras. Ambos han sido perseguidos por el poder mediático y judicial y gozan de una arrolladora centralidad, tanto entre sus seguidores como en la vida nacional.
Pero existe una obvia diferencia que obstruye la repetición de mismo proceso. Mientras que Lula ganó como opositor denunciando las penurias ocasionadas por Bolsonaro, Cristina es vicepresidenta y no logra despegarse de la fracasada gestión actual.
En la tremenda crisis económico social de Argentina, nadie puede pronosticar lo que sucederá en los próximos meses. La comparación con Brasil interesa en la izquierda, para analizar la política del FIT-U en relación a la experiencia transitada por el PSOL. Esta última formación debatió en el momento acertado el voto a Lula, mientras que en el primer frente suele postular la abstención en esas disyuntivas.
“Mientras que Lula ganó como opositor denunciando las penurias ocasionadas por Bolsonaro, Cristina es vicepresidenta y no logra despegarse de la fracasada gestión actual”
Confirmaciones en Chile
La postura de la izquierda frente a los balotajes -que oponen a los vacilantes candidatos progresistas con los agresivos exponentes de la ultraderecha- cobró dramatismo en el desenlace chileno entre Boric y Kast. El primer candidato arrastraba duros cuestionamiento en su propio espacio, pero el segundo exaltaba sin ningún disimulo la trayectoria de Pinochet.
Tal como ocurrió en el primer contrapunto regional de este tipo -Bolsonaro contra Haddad en 2019- la gran mayoría de la izquierda votó por Boric, exponiendo numerosas prevenciones (Boron, 2021).
Posteriormente, algunos sectores que habían sumado su voto contra la ultraderecha, modificaron esa actitud en el plebiscito sobre la Constituyente. Evaluaron que el Apruebo y el Rechazo constituían dos vías para restaurar la misma hegemonía de la clase dominante y optaron por el voto en blanco (Tótoro 2022). Esa postura ilustró la ambivalencia y las contramarchas que suscitan las definiciones electorales en el escenario latinoamericano.
La experiencia acumulada frente a esos desenlaces en los últimos años, no debería dejar ninguna duda sobre conveniencia de votar contra la derecha, en las frecuentes polarizaciones de los comicios finales.
Esa actitud es cuestionada por las corrientes que suelen denunciar las afinidades entre dos sectores pertenecientes al mismo segmento burgués. Objetan la resignación y destacan el daño que genera a la construcción de un proyecto revolucionario cualquier apoyo al reformismo.
En el caso chileno, ese cuestionamiento se asienta en forma valedera en la total adaptación de Boric al establishment y en la objetable permanencia de fuerzas de izquierda en su gabinete. En la dura batalla cultural que se desenvuelve en ese país, contra los arraigados prejuicios neoliberales que instaló el Pinochetismo (y preservó la Concertación), resulta indispensable exponer sin rodeos las críticas al gobierno actual.
Pero esas objeciones nunca deben equiparar a las corrientes reaccionarias con las vertientes progresistas. En esa igualación se confunde a los enemigos con los adversarios, como si fueran dos partes de una misma totalidad.
A veces se justifica esa equivalencia afirmando que no existe un “mal menor”. Pero se olvida que esa misma calificación podría aplicarse a las ponderadas victorias sindicales, sociales o políticas, que se consiguen sin consumar el ideal socialista. Ninguna de esas metas es despreciable por permanecer distanciada del objetivo histórico de la izquierda.
El voto al progresismo contra la derecha -en los plebiscitos o balotajes- simplemente contribuye a frenar la restauración conservadora. Permite limitar los atropellos económicos y contener la violencia contra los oprimidos. De esa forma, se generan escenarios más favorables para el avance de la izquierda y se forjan relaciones de fuerzas más afines a ese objetivo. Esta estrategia resulta además comprensible a la mayoría de la población, que nunca capta los enmarañados razonamientos expuestos para justificar la abstención.
El categórico señalamiento de la derecha como enemigo principal, no se limita a las encrucijadas electorales. Es un principio igualmente decisivo frente a las maniobras golpistas de los reaccionarios en el Parlamento. Lo ocurrido recientemente en Perú, donde un sector de la izquierda convalidó con su voto el operativo del fujimorismo y los conservadores para derrocar a Castillo, es ilustrativo del mareo que irrumpe en los momentos decisivos (Aznárez, 2022).
En esas circunstancias emerge a la superficie la ausencia de una brújula estratégica, Esa orientación debe ser retomada revisando los avances y las dificultades que afrontan los proyectos radicales en la región, que analizaremos en el próximo texto.
Fuente: Alai