Por Geraldina Colotti
Los días 11 y 12 de septiembre se desarrollaron en Caracas dos jornadas de debates y conferencias sobre el tema del Fascismo, el neofascismo y otras expresiones similares, que reunieron a más de 1.200 delegados de los cinco continentes. Al final, la asamblea aprobó la propuesta lanzada por el presidente venezolano, Nicolás Maduro, para la construcción de una Internacional antifascista, que ponga en el centro la lucha contra el capitalismo, el imperialismo y el patriarcado -como una cuestión sistémica que atraviesa la relación entre producción y reproducción de la vida, y por tanto el conjunto de relaciones sociales.
Para el sábado 28 de septiembre, dos meses después de la reelección de Maduro a la presidencia, que la extrema derecha repudia, se ha convocado una movilización mundial en este sentido.
Durante su discurso de clausura del congreso, el presidente habló sobre nuestro libro Las caras del fascismo en el tercer milenio, publicado por el Fondo Editorial de la Universidad de la Comunicación (Lauicom), donde sus palabras están presentes. Una colección de ensayos de analistas internacionales, comenzando por la rectora, Tania Díaz, y con el prólogo del vicepresidente del PSUV, Diosdado Cabello.
El volumen nos invita a reflexionar sobre las diferentes declinaciones del fascismo que avanza, desde Europa a América Latina, pasando por Estados Unidos, y sobre los términos en los que sigue sirviendo al gran capital internacional frente a la crisis estructural de su modelo.
La ultraderecha internacional está oficialmente activa y organizada desde 2020, cuando se reunió en España a instancias del partido Vox y aprobó la Carta de Madrid, inspirada en la Gran Convención Republicana, revitalizada por Steve Bannon a la medida de Donald Trump.
Los firmantes (desde el español Santiago Abascal hasta la venezolana María Corina Machado y el brasileño Eduardo Bolsonaro, hijo del ex presidente Jair), no ocultan sus intenciones y sus programas -luchar contra el socialismo en todas sus formas- y por eso indican gobiernos y organizaciones a los que hay que apuntar para obtener consensos ruidosos entre quienes comparten su orientación: abiertamente, como el argentino Javier Milei, o entre bastidores, como hace ahora la primera ministra italiana, Giorgia Meloni, presente en la reunión fundacional con un encendido discurso “soberanista”.
Para no negar su vocación histórica, el fascismo, especialmente cuando se hace gobierno, refina el transformismo y el camuflaje. Y, por ello, hay que acallar los gritos preelectorales, lanzados en el congreso de Vox, y demostrar que se ha conseguido un buen bachillerato lingüístico, pronunciando en todos los idiomas “Nos lo pide Europa”. Y hay que tratar de vestirse con la ropa de la T.i.n.a de Thatcher, osea con el mantra de “There is not alternative”: ese “no hay alternativas” que luego se convirtió en un uso común también en boca de la “izquierda” respetable.
Sólo que los tiempos han cambiado. En aquel entonces existía la Unión Soviética. El ataque del trío mefítico –Reagan, Thatcher y el Papa polaco– contra el comunismo estaba en pleno apogeo. Recordaremos el escándalo Irán-Contra, que reveló la financiación estadounidense de los contrarrevolucionarios nicaragüenses (los “contras”), que luchaban contra el gobierno sandinista, mediante dinero obtenido de la venta secreta de armas a Irán, oficialmente ya bajo embargo.
Luego, en Gran Bretaña hubo protestas de los mineros, que la “dama de hierro” reprimió ferozmente; y en Italia la lucha contra el decreto de San Valentín, con el que Bettino Craxi, jefe del primer gobierno socialista, bloqueó la “escala móvil”, que permitía el reajuste de los salarios en función de la inflación, desencadenando la espiral perversa que hoy vemos explotar en el llamado “trabajo pobre”.
Hoy, cuando la Unión Soviética ya no existe, las grandes fábricas ya no existen y la unidad de clase parece haberse convertido en una quimera, los tiempos han cambiado: para peor para el proletariado, pero para mejor para quienes oprimen, considerando que, en Italia, casi el único sector capaz de hacer entender cómo es el estado de ánimo es el de los fanáticos del fútbol, ámbito en el que se proyectan los sentimientos y se desahogan los peores instintos; o, al máximo, se trata de silenciar esas ruidosas categorías impulsadas por intereses corporativos.
Sectores que, sin raíces en la historia del siglo XX y en el socialismo, han buscado representación en una supuesta formación “antisistema”, que se vació de contenido cuando el sistema (el consolidado o amargado) del que vienen los gritones “antisistema” les ha preparado un partido adecuado, el que gobierna ahora.
Por encima de todo esto destaca “la bella por dentro y por fuera”, según la definición que dió de la primera ministra italiana, Elon Musk. Un magnate trumpista de las redes sociales que también obtuvo sus miles de millones haciendo enloquecer con “memes”, horóscopos y corazoncitos a aquellos sectores populares que votaron a Meloni y que hierven de ideas nacional-populares. Ella, obviamente, tiene grandes aspiraciones: proponerse en un estilo vintage entre Thatcher y Merkel, llevada en brazos del gigante armero, una especie de Obelix al estilo Tolkien, al que le encanta enriquecerse con bombas pero parece bondadoso.
Dos años después del nacimiento del gobierno Meloni, el 25 de septiembre de 2022, y más de 100 años después de la Marcha sobre Roma, ¿han vuelto los italianos a depender del fascismo? Considerando los datos electorales, la cuestión parece más complicada. Como recordarán, por usar una expresión un poco manida, el verdadero ganador de aquellas elecciones fue el “partido” de la abstención, una tendencia que se agudiza y que ha alcanzado un mínimo histórico de afluencia (menos del 64%, 9 puntos menos que 2018).
En la práctica, el 26,7% de los electores votaron por la extrema derecha: una minoría absoluta en comparación con el número de electores y aún más en comparación con el número total de italianos. Por lo tanto, más que por la mayoría en las urnas, el gobierno quedó legitimado por las ausencias, también porque el llamado campo progresista, unido, habría tenido la mayoría.
¿Pero qué hacer con eso? ¿Por qué la extrema derecha ha encontrado el terreno despejado para continuar en en las políticas antipopulares e imperialistas, ya bien consolidadas? ¿Sobre qué obstinadas anomias construye su narrativa? Los datos publicados este año por los institutos de estadística muestran el creciente empobrecimiento, el aumento de la precariedad y el aumento de los precios, y una situación de pobreza que, en las familias, se transmite de generación en generación.
Italia se encuentra entre los principales países de la OCDE en cuanto a desigualdad en la renta disponible. A finales de 2022, el 1% más rico tenía 84 veces más activos que el 20% más pobre de la población, cuya participación en la riqueza nacional se redujo a la mitad en un año. La gran concentración económica, mediática y política, sustentada en la aprobación de leyes liberticidas y belicistas, reduce cada vez más los espacios de crítica y disidencia.
“La industria armamentística – afirmó el Ministro de Defensa italiano, Guido Crosetto – está atravesando el mejor momento de los últimos años”; la demanda es mucho mayor que la oferta y ya hay pedidos programados para los próximos tres o cuatro años. Europa, que ha vivido bajo la protección de la OTAN, está treinta años atrás y ahora debe ponerse al día. Los sectores populares pagarán el coste. El Primer Ministro Mario Monti ya había aclarado la necesidad de que la burguesía “evite políticas keynesianas ilusorias y anticuadas que favorecen la expansión del déficit presupuestario”. Y el banquero Mario Draghi encontró el dinero para la guerra y no para salvar a Grecia en la época de Tsipras, en 2015.
Hoy más que nunca, el capital necesita destruir para revitalizarse. El negocio de la guerra imperialista se alimenta del de la “seguridad” y del control social: por un lado, para cerrar cada vez más las oportunidades de acción de la oposición, por el otro, porque, en el marco de la gigantesca guerra contra los pobres librada a nivel mundial, es necesario proponer siempre “un enemigo interno” contra el cual desviar la ira popular.
Un elemento consustancial al nuevo tipo de “democracias” autoritarias que, en Italia, han reinado al menos desde los años 1980: es decir, desde la derrota del gran ciclo de lucha de los años 1970 que hizo sentir a la burguesía el aliento del proletariado en el cuello, ha tomado cuerpo ese decisionismo que suele privar a los parlamentos de su autoridad por decreto, imponiendo distorsiones contra la voluntad del pueblo. El giro es muy evidente en Francia, donde el voto a la izquierda radical ha sido desbancado arrogantemente con trucos istitucionales.
El negocio de la guerra es el preludio del de la “reconstrucción”, tanto en Gaza arrasada como en Ucrania. Durante la rueda de prensa con la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, y el director ejecutivo de la Agencia Internacional de la Energía, Fatih Birol, el representante de la UE declaró “que la mitad de la infraestructura energética de Kiev ha sido destruida” pero que, además de las armas a Zelensky, “para el invierno los países de la UE planean “recuperar y exportar un total de 4,5 GW de energía a Ucrania”.
Y el Ministro de Asuntos Exteriores, Antonio Tajani, al final de la reunión en formato Quint, con Estados Unidos, Gran Bretaña, Alemania y Francia, aseguró: “Como Italia hemos financiado la reconstrucción de la red hidroeléctrica: alrededor de 200 millones. Está claro que también debemos trabajar el año próximo para una gran cooperación en las conferencias de reconstrucción de Ucrania en Italia”.
Sobre las y los comunistas italianos, a quienes les ha tocado un gobierno heredero del fascismo, más de cien años después de la Marcha sobre Roma, recae, por tanto, la ardua tarea de desenmascarar sus rostros y sustancia, en las cuestiones que permanecen abiertas desde el siglo pasado, y en las que se suman en el tercer milenio, sin un terraplén que contrarreste el paso de la ola obscura.