La IX Cumbre de las Américas organizada en Los Ángeles (Estados Unidos) culminó sin ningún saldo significativo para el continente. Por el contrario, los significados políticos más relevantes en torno al evento tomaron forma por las reacciones precedentes y por las ausencias en el mismo.
En términos estrictamente diplomáticos y programáticos, el evento sirvió para ilustrar una clara debilidad en la Administración Biden para desarrollar política en la llamada «área de influencia natural» estadounidense.
La «Cumbre» fuera de la Cumbre
Las cumbres organizadas desde 1994 habían sido el espacio más sobresaliente de debates entre los mandatarios del continente, especialmente desde el advenimiento del chavismo y las primeras grandes acciones de disidencia al Consenso de Washington en dicho foro, que tendrían su clímax en Mar del Plata en 2005, por cortesía de Brasil, Venezuela y Argentina, como recordamos.
Este año, en términos concretos y dentro de la Cumbre, unos 20 países firmaron un anémico y ambiguo pacto en materia migratoria. Este documento excluye a «la troika de la tiranía» (John Bolton dixit) y a 10 países del Caribe.
Dicho acuerdo parece más bien diseñado en una oficina del Partido Demócrata para maniobrar la caravana de migrantes más grandes jamás registrada, rumbo a Estados Unidos en el preludio de unas elecciones de mitad de periodo (midterm elections) que seguramente Biden va a perder. Y eso es todo lo que hay que referir sobre los saldos concretos en Los Ángeles.
La relevancia de la IX Cumbre en Estados Unidos no estuvo dentro del evento, sino fuera de este y por quienes no estuvieron en la cita, concretamente por la exclusión de Nicaragua, Cuba y Venezuela, las cuales estuvieron en el centro de la conversación y la opinión pública a escala internacional, desatando un torbellino de declaraciones y posturas.
Como es sabido, México y Honduras prefirieron enviar «representantes» en lugar de que asistieran sus mandatarios. Igualmente fue el caso de países alineados al ALBA-TCP como Bolivia, San Cristóbal y Nieves y Granada.
Otros países como El Salvador y Guatemala también enviaron representantes por roces y hostilidades con el actual gobierno estadounidense.
El saldo transversal del evento, a simple vista, fue de clara sedimentación y ruptura. Esto se anticipaba desde antes de la cita en Los Ángeles. La Administración Biden, que en teoría lograría aglutinar al continente dentro de su diversidad política dando vuelta de hoja a la política hostil de Trump, terminó siendo más pérfida y errática.
Biden propició con este evento nuevos distanciamientos claros, no solo con la llamada «troika del mal» (Cuba, Nicaragua y Venezuela) sino con otros países otrora aliados, como México, El Salvador y Guatemala.
Las posiciones de los mandatarios de México y Argentina, hay que aclarar, fuera y dentro de la Cumbre respectivamente, apuntaron al corazón de la Organización de Estados Americanos (OEA) como instancia articuladora de esta Cumbre de las Américas, sin Américas.
Para Andrés Manuel López Obrador, la única instancia a fortalecer es la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC), mientras que para Alberto Fernández, cuyo país posee la presidencia pro-témpore de la CELAC, el problema es más estético, pues está encarnado en Luis Almagro y demás manejadores del organismo.
Lejos de la bipolaridad política regional, Nayib Bukele, presidente salvadoreño, tildó a la OEA de «Ministerio de Colonias» de Estados Unidos e indicó que este organismo «ya no tiene ninguna razón de ser».
Dentro o fuera de la Cumbre, a la OEA no le fue nada bien, pues en el terreno de las declaraciones y dentro de la propia orientación diplomática de varios países, la OEA cosecha su período más acentuado de deslegitimación y pérdida de la credibilidad.
En efecto, la decisión discrecional de Estados Unidos como país anfitrión de propiciar la exclusión de «la troika» pone nuevas tablas para el ataúd de la OEA y las divergencias multidireccionales que deja el evento plantean la existencia de un «terreno cautivo» en las relaciones internacionales que deben ser abordadas por un nuevo modelo de multilateralismo, terreno en el que México sigue abonando discurso.
El contexto internacional
Cuando tuvo lugar la primera cumbre en 1994 en Miami (nótese el significado implícito), el país anfitrión excluyó a Cuba, justificando aquello porque la isla no formaba parte de la OEA. Todos los demás asistieron, casi nadie cuestionó aquella exclusión y no hubo discrepancias. Eran tiempos en que Estados Unidos era la única superpotencia del mundo y ejercía una rotunda influencia en la región abanderando el proyecto neoliberal. El «patio trasero» estaba claramente controlado.
En cambio, este año, la sedimentación de la influencia estadounidense concurre frente a un contexto adverso.
Hay nuevos actores de peso disputando el «área de influencia natural» estadounidense (como China), hay nuevos países hacedores de política en diversas escalas (como Brasil, México y Venezuela/ALBA-TCP). Se han creado nuevas instancias multilaterales (como la revivida CELAC) y se ha consumado la errática agenda del Departamento de Estado y de la OEA, la cual acumuló un saldo negativo por vía de desgaste, golpes de Estado y además una patológica ausencia de propuestas creativas y congruentes para la región.
Ahora, la «tormenta perfecta» de las relaciones internacionales en el continente concurre también en una división maniquea de la diplomacia a partir de la guerra ruso-ucraniana en la que a los países les imponen una fórmula muy simple: «O estás con Estados Unidos y la OTAN, o estás contra nosotros».
La fórmula de medidas coercitivas contra Rusia es el nuevo elemento para calibrar a cada país y su lugar en el mundo. Esto se desarrolla en el inicio de un desmantelamiento de la globalización como la conocíamos. Atrincherando a Rusia, China y a Eurasia, propiciando la pérdida de vínculos de Rusia con Europa y generando una crisis de nuevo tipo en las relaciones comerciales a gran escala, este nuevo nudo crítico concierne a varios países del continente que son productores de materias primas, colocándolos en encrucijadas.
Se suman a estos factores los que se generan justo ahora en el espectro económico, a consecuencia de las medidas diseñadas en Washington y Bruselas apuntando a Moscú, pero cuyos costos también están acarreando los países del continente americano: inflación, disrupción de materias primas, crisis energética y crisis alimentaria.
Todos estos factores en sumatoria proponen un cuadro muy complejo para que Estados Unidos pueda maniobrar y amañar la política en el continente de manera eficaz y a sus anchas, tal como ocurría en el pasado. El saldo de la IX Cumbre de las Américas no supone el fin de la hegemonía estadounidense en la región, pero sí expone un desgaste claro en un contexto adverso y difuso.
Concurrimos al agotamiento del modelo de relaciones internacionales desde y hacia Estados Unidos, desde cualquier latitud. La crisis es de orden sistémico. De ahí que el despliegue de este nuevo ciclo en el continente propone un sisma político de incertidumbres, especialmente para varios países que solo saben mirar hacia el Norte.
Fuente: Misión Verdad